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Una mirada a la gestión del narcotráfico en Brasil: de la militarización a la cooperación y el desarrollo regional

Una mirada a la gestión del narcotráfico en Brasil: de la militarización a la cooperación y el desarrollo regional

An approach to drug trafficking management in Brazil, from militarization to regional cooperation and development

Daniela Huyó Millán* / Natalia Sofía Vásquez Sabogal**

Recibido:26/03/2021
Aprobado:31/08/2022

                                                                                                                                                              

Resumen

El narcotráfico se ha securitizado en la agenda política como una amenaza para la seguridad pública nacional y regional de América. La necesidad de erradicar este fenómeno ha conducido a políticas respaldadas por discursos de miedo que no disminuyen la delincuencia, sino que favorecen intereses políticos. En Brasil, particularmente, el tratamiento criminal y la adopción de una política de encarcelamiento masivo, ha resultado ineficiente para reducir el tráfico y el consumo, toda vez que profundiza las brechas económicas y los ciclos de violencia. Dentro de este fenómeno se pueden identificar múltiples actores y diferentes niveles de riesgo, en los que las organizaciones criminales aprovechan debilidades institucionales y generan elevados índices de violencia, y esto atenta contra la seguridad de los ciudadanos, y desafía la autoridad estatal y su credibilidad. Por otro lado, para los consumidores el problema radica en la dependencia, delincuencia y marginación. De ahí, la necesidad de implementar programas integrales y políticas centradas en la ciudadanía, como los proyectos “Beira Foz” y “São Paulo de Braços Abertos” para que los ciudadanos, a pesar de estar expuestos a redes de tráfico ilegal, encuentren oportunidades para su desarrollo. Además, al ser un fenómeno transnacional, una adecuada gestión fronteriza y la implementación de estrategias de cooperación para frenar su crecimiento continúa siendo un reto para la región.

Palabras clave: narcotráfico, Brasil, crimen organizado transnacional, violencia, desarrollo regional, seguridad y cooperación.

Abstract

Drug trafficking has been securitized in the political agenda as a threat to national and regional public security in America. The need to eradicate this phenomenon has led to policies supported by discourses of fear, which do not reduce crime, but mainly favor political interests. In Brazil, particularly, the criminal treatment and the adoption of a mass incarceration policy have been inefficient to reduce trafficking and consumption, deepening economic gaps and cycles of violence. Within this phenomenon multiple actors and different levels of risk can be identified. On the one hand, criminal organizations take advantage of institutional weaknesses and generate high levels of violence, threatening the security of citizens, challenging state authority and its credibility. For consumers, on the other hand, the problem lies in dependency, delinquency and marginalization. Hence, the need to implement comprehensive programs and policies centered on the citizen, like the projects “Beira Foz” and “São Paulo de Braços Abertos”, so that, despite being exposed to illegal trafficking networks, citizens can find opportunities for its development. For this reason, proper border management and the implementation of cooperation strategies to slow its growth, remains a challenge for the region.

Keywords: Drug Trafficking, Brazil, Transnational Organized Crime, Violence, Regional Development, Security and Cooperation.

Introducción

Latinoamérica es catalogada como una de las regiones más violentas y letales con 42 de las 50 ciudades con más homicidios a nivel mundial (France 24, 2020). Brasil, particularmente, cuenta con uno de los índices más altos de homicidios, a pesar de una notoria reducción respecto a la tasa de 2018, que se encontraba en 27,4 homicidios por cada 100 000 habitantes, en 2020 se registraron 19,3 por cada 100 000 habitantes según el Monitor de Violencia de Globo. Sin embargo, con un total de más de 40 000 homicidios, Brasil tuvo el mayor número de asesinatos totales entre los países de América Latina (Asmann y O’Reilly, 2020).

La violencia en este Estado debe ser entendida como multicausal, una de sus principales fuentes es el crimen organizado, término que en la legislación tiende a agrupar actividades como el lavado de dinero, el tráfico de armas y el narcotráfico. En Brasil, la respuesta de las autoridades a este último ha sido mayoritariamente de “mano dura”, lo que ha resultado en una acentuación de desigualdades por el aumento de encarcelamientos de población de bajos ingresos, principalmente mujeres y negros. De hecho, de un total de 726 712 encarcelados, el 80 % tienen ese perfil, (Rodríguez y Rodrigues, 2020, p.96). Por lo que resulta necesario un acercamiento al fenómeno desde la seguridad cooperativa, así como una adecuada gestión fronteriza y la implementación de estrategias de cooperación para frenar su crecimiento, mientras se va priorizando una gestión que no se centre solamente en la erradicación y en medidas punitivas para los consumidores, en cambio que integre una ruta de acción clara e integral centrada en el ciudadano.

La pregunta de investigación que orientó este trabajo fue: ¿De qué manera una gestión más integral del narcotráfico en Brasil puede contribuir a la cooperación y el desarrollo regional? El propósito fue identificar cómo en un contexto tan violento como el latinoamericano, son necesarias políticas sociales que velen por el desarrollo social y el fortalecimiento comunitario para brindarle a la población las garantías necesarias y, de esta forma, romper los ciclos de violencia, pobreza e inequidad. En este sentido, el presente documento realiza un acercamiento a los proyectos “Beira Foz” y “São Paulo de Braços Abertos”, iniciativas de cooperación con enfoque diferencial y participativo que integran el cuidado de la salud pública. Además, dado el carácter transnacional, se destaca la importancia de la cooperación en la región para una efectiva gestión fronteriza, que fortalezca el tejido social y debilite el espacio para el crimen.

El diseño de la investigación es cualitativo, en esencia, un estudio de caso con alcance descriptivo, que busca especificar propiedades y características de un fenómeno, al mismo tiempo que se van detallando sus cualidades y sus formas de manifestación (Hernández, Fernández y Baptista, 2014, p.92). Como instrumento de recolección de datos e información, el trabajo se basó en una revisión de fuentes oficiales procedentes de Insight Crime, UNODC, y de documentos legislativos.

Marco conceptual

El crimen organizado de acuerdo con Reuter (2008) es un fenómeno que comprende grupos jerárquicamente constituidos por criminales, con la capacidad de usar la violencia o la amenaza de esta para adquirir o defender el control de mercados ilegales y extraer beneficios económicos de ellos. El crimen organizado transnacional es entonces, una actividad ilegal con fines lucrativos, la cual “a través de la comisión de un delito de manera grupal, y cuyo desarrollo traspasa las fronteras físicas e institucionales de un único Estado, se reproduce y transforma masivamente en diferentes latitudes” (Badrán y Palma, 2017, p.78). No obstante, el crimen organizado es un concepto difuso, con orígenes en los contextos periodísticos y partidistas estadounidenses, y que posteriormente se trasladó a la legislación penal y procesal penal, que agrupa un conjunto de delitos no bien delimitado y que otorga las capacidades plenas para combatirlo en el uso del poder punitivo (Zaffaroni, 2007). Las organizaciones criminales transnacionales de la región, específicamente las brasileñas, que serán abordadas en el presente documento, se sirven de la ejecución de diversas actividades criminales, agrupadas usualmente dentro de este concepto, para enriquecerse y establecer control territorial dentro y fuera de sus países de origen. Para la ejecución de las actividades criminales, estas organizaciones aprovechan las debilidades institucionales, la segregación espacial, los vacíos legales y las redes de corrupción existentes.

Dado el carácter transnacional de este fenómeno, es menester conceptualizar las zonas grises, entendidas como “espacios en los que ni el derecho, ni las instituciones, ni el gobierno, son plenamente eficaces” (Pancracio, 2007, p.71). De esta forma, el gris hace referencia al “carácter ambiguo de una zona; espacio territorial que es parte del territorio de un Estado, pero en el que el Estado está ausente o no puede ejercer sus funciones” (Torres, 2019, p. 188). Según Moreau Defarges (2003), por las zonas grises transitan “flujos naturales” y también “flujos organizados” como el comercio de armas o de drogas, de ahí que puedan significar un riesgo global “al permitir un tránsito sin ningún control que afecta la seguridad internacional” teniendo en cuenta que las bandas criminales aprovechan debilidades institucionales en estas zonas, como por ejemplo “la falta de fiscalización en los puertos” (Olinger, 2013, p.24).

Además, teniendo en cuenta que el narcotráfico es una de las actividades criminales que ha aumentado en Brasil, es importante definir la amenaza híbrida como: “dinámicas convencionales, irregulares, terroristas y criminales que dificultan la utilización de enfoques singulares, siendo necesario soluciones híbridas e innovadoras que impliquen nuevas combinaciones de todos los elementos del poder nacional” (Casey, 2008, como se citó en Sánchez, 2012 p.15). Este concepto es útil teniendo en cuenta que el fenómeno del narcotráfico se ha securitizado al suponer una amenaza para la salud y la seguridad pública de los ciudadanos de este Estado y de la región. 

De esta manera, lo que para un Estado puede significar una amenaza inminente, para otros puede ser un problema inexistente. Si bien es cierto que la búsqueda de seguridad nacional puede sobrepasar fronteras, el interés de mantener un fuerte control como potencia regional ha favorecido la difusión de políticas de mano dura. En este sentido, la securitización de un asunto, que en teoría debería permitir una gestión eficiente de herramientas para su solución, ha conducido a que los Estados monopolicen temas, eliminándolos de la esfera pública, donde estarían sujetos al debate y a la consolidación de alternativas, y adoptando estrategias militares “necesarias” por su carácter excepcional (Cepeda y Tickner, 2017, p.297).

Así, el narcotráfico ha sido utilizado como una forma de control social internamente y político-militar hacia el exterior (Santana, 2004 p.10) por lo que termina por nublar la posibilidad de una evaluación objetiva, con factores históricos, políticos, sociales y culturales. El tráfico de drogas ha sido securitizado y construido como una amenaza, principalmente en América bajo juicios racistas y xenófobos, los cuales se han reproducido en la llamada lucha contra las drogas. De esta forma, “el prohibicionismo ―con su combinación entre moralismo y la represión selectiva de ciertos grupos sociales― surgió como una de las tácticas de control social” (Rodrigues, 2012, p.11), que derivó en la criminalización que existe actualmente sobre el consumo de drogas, y las medidas punitivas sesgadas y deficientes. En este sentido, es importante resaltar la estructuración de complejos de seguridad regional que consisten en: “grupos de países cuyos intereses están profundamente afectados por las políticas adoptadas en respuesta a los extremos desafíos internos y externos que se les presentan” (Legrenzi y Lawson, 2018, p.5-6), con el propósito de potenciar una respuesta adecuada al fenómeno del narcotráfico, pero sin llegar a constituir una condición estructural que oriente el comportamiento de los Estados que lo componen, una configuración que finalmente se impondría al complejo del sur.

Teniendo en cuenta lo anterior, dadas las consecuencias de las políticas, se ha planteado desecuritizar el narcotráfico, en otras palabras: “sacarlo del dominio exclusivo de los actores de seguridad y abrir un espacio para el debate público” (Waever 1995; como se citó en por Cepeda y Tickner, 2017 p.305) para adoptar un enfoque diferencial e incluyente, al mismo tiempo que se tienen en cuenta las realidades de las comunidades y sus necesidades. De modo tal que se puede ir formulando una política centrada en el ciudadano y no una excluyente y militarizada (Cepeda y Tickner, 2017 p.310) que brinde garantías a la población que, a pesar de estar expuesta a redes de tráfico ilegal, pueda encontrar salidas para su desarrollo.

Adicionalmente, es primordial conceptualizar la seguridad cooperativa dado el carácter transnacional del narcotráfico. Este concepto surge hacia la década de los noventa del siglo XX ante la necesidad de una concepción de seguridad más preventiva y comprehensiva. La noción de una seguridad cooperativa comprende un acercamiento a los problemas nacionales y globales desde perspectivas de consulta, prevención e interdependencia, en oposición a perspectivas de confrontación, corrección y unilateralismo (Evans, 1994, p.7). El modelo planteado por Richard Cohen, en revisión a lo planteado por Evans y otros académicos, presenta un sistema de seguridad cooperativa en el cual, aquellos que opten por dicho modelo, deben defender, en primera instancia, la seguridad individual y, en segunda instancia, la promoción y proyección activa de la estabilidad fuera de las fronteras de los Estados (Cohen, 2001, p.16). Este último requisito de la seguridad cooperativa planteado por Cohen supone que la inestabilidad en los territorios adyacentes al Estado o del sistema de seguridad cooperativa podrían ser una amenaza en estos últimos. La visión securitizadora que se ha adoptado en Brasil frente al narcotráfico, como un asunto de seguridad nacional, resalta el papel del sistema de seguridad cooperativa como pertinente para prevenir este fenómeno.

Consumo y tráfico de drogas en Brasil: ¿un problema de seguridad nacional?

El tráfico de drogas en Brasil está controlado por tres grupos principales: El Comando Rojo (Comando Vermelho o CV) que constituye el grupo criminal más antiguo de Brasil. Este grupo fue fundado en 1979 en una prisión de Ilha Grande, en Río de Janeiro. Otro grupo es el primer Comando Capital (Primeiro Comando da Capital, PCC) que surgió un año después de la masacre de octubre de 1992 en la prisión de Carandiru, en São Paulo, en donde las fuerzas de seguridad brasileñas dieron muerte a más de 100 prisioneros durante un motín (Insight Crime, 2020), este grupo se consolidó con el vertiginoso crecimiento de la población carcelaria en esa década y la “mega rebelión” de 2001[1] (Basques, 2011). Inspirados en el Comando Rojo, el PCC adoptó su eslogan de “paz, justicia, libertad, igualdad y unión”, ambos grupos compartían la misma ideología y el objetivo de proteger a la población reclusa, con un estricto código de conducta y la búsqueda de la libertad a toda costa de los encarcelados (El Tiempo, 2021). Esto funcionó hasta 2016 cuando la larga alianza entre ambos grupos se disolvió y desató disturbios en las prisiones durante varios meses, con un saldo de cientos de personas muertas (Insight Crime, 2020). Y el tercer grupo criminal más grande de Brasil, la Familia del Norte (Família do Norte, FDN) conformada entre 2006 y 2007 y, al igual que el PCC y el CV, fundada al interior del sistema penitenciario brasileño (Insight Crime, 2020).

Estos grupos pueden clasificarse como “facciones definidas territorialmente cuyas operaciones principalmente, pero no exclusivamente, involucran el narcotráfico y el control de comunidades pobres o favelas” (Miraglia, 2015, p.6). Son grupos que han traído terror al provocar muertes e inestabilidad en la región por control de territorios, de rutas de tráfico y de venganzas (Cuervo, 2018, p.52). Ejemplo de lo anterior es que, a pesar de múltiples alianzas entre los tres grupos, la disputa por el dominio de las rutas de comercio ilegal, especialmente en Amazonas por el río Solimões, termina por romper esos acercamientos, lo que acentúa la violencia entre las facciones criminales presentes en Brasil (Insight Crime, 2020).

Según el último informe publicado por Insight Crime en 2020, estos grupos siguen siendo la principal amenaza a nivel nacional por el tráfico de armas, contrabando y control violento en las cárceles del país. Pero además, se han involucrado cada vez más en el narcotráfico internacional, así el PCC, “se ha convertido en una amenaza transnacional, pues ha establecido una base de poder secundaria en el vecino país Paraguay y es responsable de gran parte de la cocaína que fluye de Brasil hacia Europa” (Asmann y Jones, 2021).

El hecho de que los tres grupos surgieran dentro de las cárceles en Brasil conduce a cuestionarse acerca de las condiciones de vida de los reclusos. La socióloga Lemgruber, ex directora del departamento penitenciario del Estado de Río de Janeiro coordinó un estudio de las condiciones del sistema penitenciario del país en el que se concluyó que la población carcelaria es muy joven: 18,3 % se encuentra entre 18 y 25 años, y 23,2 % entre 25 y 30 años; además, la población reclusa presenta un nivel de escolaridad bajo: el 70 % no completó el primer grado y el 10,4 % son analfabetos (Lemgruber como se citó en Rangel, 2009). A esto se le suman los conflictos al interior de las cárceles, la Secretaría de Administración Penitenciaria de Amazonas (SEAP) asegura que las muertes estarían motivadas por la ruptura entre presos que integraban un mismo grupo criminal y que buscan el control del tráfico de drogas (El Universo, 2019). Así, como estipula Basques (2011), la formación de estos grupos y la ejecución de atentados se debe en gran parte a la inatención a las demandas de los presos, al incumplimiento de la Ley de Ejecuciones Penales por el propio Estado a través de procedimientos inconstitucionales, como el Régimen Disciplinario Diferenciado, y a los malos tratos y torturas denunciadas por movimientos en defensa de los derechos humanos; razones poco estudiadas y habladas por los investigadores convocados para hacerlo tras los ataques (2011, p. 413).

Sin embargo, además de demostrar problemas estructurales en el sistema penitenciario de Brasil, los ataques y rebeliones al interior de las cárceles fueron utilizados como instrumento de poder. De acuerdo con autores como Nunes y Caldeira (2011), estos problemas han permitido que grupos como el PCC compartan el manejo del sistema carcelario de São Paulo con el Estado, y esto evidencia las deficiencias institucionales y los problemas de corrupción.

Además, el accionar de los grupos criminales brasileños se ha expandido fuera de las prisiones, y han construido relaciones con las comunidades locales a través del control del territorio y de la imposición de normas. Lo cual ha producido un “mito de seguridad personal” (Arias, 2006), donde estos grupos criminales “protegen” a los habitantes de las favelas a cambio de su silencio y defensa ante las autoridades. Así, estas organizaciones criminales han adquirido legitimidad en la población mediante la instauración de normas e incluso de métodos punitivos frente a los crímenes que suceden en estas comunidades. Autores como Feltran (2010) afirman que estos grupos han adquirido el monopolio del crimen y de los homicidios en las áreas que controlan, lo que ha generado que, sorpresivamente, las tasas de homicidio se reduzcan. Ejemplo de lo anterior, es que en sus orígenes el PCC obtuvo el control de barrios pobres de Río de Janeiro que habían sido abandonados por el Estado y, de este modo, logró establecer un sistema paralelo de gobierno en las favelas, e incluso proporcionó empleo a sus habitantes quienes, durante mucho tiempo, habían estado excluidos de la sociedad brasileña (Insight Crime, 2020).

Lógica territorial en expansión

El problema del narcotráfico se ha acentuado en Brasil, puesto que es una manifestación del crimen organizado que se expresa mediante el contrabando y desvío de sustancias químicas, cultivos ilícitos, producción, comercialización y distribución de estupefacientes. En este sentido, los grupos aprovechan las extensas zonas selváticas y los diferentes métodos de transporte (fluvial y aéreo) para traficar. Estudios demuestran que, debido al aumento en la represión a los mercados ilícitos durante los años ochenta del siglo XX en países como Perú, Bolivia y Colombia, los traficantes movilizaron sus laboratorios de refinación hacia áreas próximas en la frontera con Brasil (Dreyfus, 2009), toda vez que había una débil presencia de la autoridad estatal en las zonas grises, por lo que estos actores ilegales logran cooptar estos territorios.

El contrabando y desvío de sustancias químicas, como se mencionó anteriormente, son dos de las expresiones del narcotráfico más frecuentes en este país. Las rutas comunes evidencian que la marihuana consumida en Brasil es traficada principalmente desde Paraguay, y la cocaína viene generalmente de Bolivia, Colombia y Perú, por vía terrestre, fluvial y aérea a través de Paraguay, mientras van siguiendo las mismas rutas de la marihuana (Cavalcanti y Lima, 2016). Sin embargo, los narcotraficantes poseen una gran capacidad de adaptación y modifican las estrategias utilizadas, razón por la cual es tan difícil su captura.

Ahora bien, en cuanto a cultivos ilícitos, producción, comercialización y distribución de estupefacientes, Brasil es un gran productor de los precursores químicos necesarios para el procesamiento de la cocaína. En 2018 se incautaron grandes cantidades de fenacetina (INCB, 2020, p.32), que es utilizada habitualmente como un adulterante de drogas ilegales por sus leves efectos eufóricos, también debido a su acción analgésica, o para disimular el sabor amargo de la cocaína sin comprometer las propiedades físicas del producto. Este aditivo es utilizado a pesar de ser un carcinógeno conocido y tener efectos adversos a nivel cardiovascular, renal y urinario (ODC, 2021). El informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito junto a la Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas (2014) concluye que en Brasil el uso de anfetaminas no especificadas fue superior o comparable al uso de la cocaína entre los estudiantes de secundaria. Lo preocupante, además, es que en la región el aumento más significativo tuvo lugar en Brasil, donde las incautaciones aumentaron de 0,7 kg en 2010 a 92 kg en 2012 (UNODC, 2014). Ahora bien, a pesar de que en Brasil la Ley de Drogas Nº 11343 despenalizó el cultivo y el consumo personal de marihuana en 2006, la venta o compra de cannabis sigue siendo ilegal, lo cual se evidencia en que esta droga sea la segunda más incautada en este país. 

En la actualidad se considera a Brasil como el segundo mercado de cocaína a nivel mundial, con un consumo estimado de 92 toneladas anuales por más de dos millones de personas (Ramalho, 2017, como se citó en Bartolomé y Ventura, 2017). Si bien, Brasil ha establecido políticas para la reducción de la delincuencia y la pobreza, tanto el tráfico como el consumo de drogas suponen un problema de salud pública y una amenaza a la seguridad regional. Esto demuestra la necesidad de implementar programas integrales para la reducción efectiva del consumo.

La alta presencia de los grupos narcotraficantes en Brasil, el aumento de su control territorial y la escalada de violencia que generan supone una amenaza híbrida para la seguridad brasileña y la regional. En primera instancia, los grupos criminales establecen legitimidad y control sobre los territorios, lo que se ve ejemplificado en la Amazonía brasileña, donde investigadores afirman que el grupo que ahora controla el 90 % del mercado de las drogas, la Familia del Norte, ha hecho estatutos con los grupos competidores como el Comando Rojo y el PCC para regular los procedimientos de tráfico de armas, drogas y de lavado de dinero (Miraglia, 2015). Estos procedimientos de control territorial desafían la autoridad estatal y generan la pérdida de credibilidad de esta ante la población civil. Esto se ve acentuado por los problemas de corrupción, inestabilidad judicial e incapacidad de controlar a estos grupos criminales por parte del Estado. De esta forma, el tráfico de drogas en Brasil supone una amenaza para la seguridad nacional, al atentar no solo contra la proyección del país, también contra el bienestar social y económico de la población.

Las llamadas zonas grises: espacios elegidos para el narcotráfico

La presencia de grupos criminales transnacionales ha producido altos índices de violencia en las ciudades y en las zonas fronterizas ―donde normalmente se ubican―, esto, en medio de luchas por la legitimidad y el control territorial. De esta manera, el narcotráfico se ha securitizado como la principal amenaza a la seguridad pública en Brasil, puesto que los mecanismos de operación de estos grupos, entre ellos y contra sus opositores, conducen a un nivel elevado de violencia que atenta contra la seguridad de los ciudadanos y contra sus capacidades de desarrollo social.

Además, el carácter transnacional de estos grupos se plantea como una amenaza a la seguridad internacional, ya que hacen presencia en varios países de la región y han generado nuevas rutas de tráfico de drogas hacia el exterior. Asimismo, la producción y el consumo regional de droga, especialmente de cocaína y sus derivados, ha ido en aumento, lo que supone un riesgo nacional y ciudadano para los países vecinos. La insuficiente cooperación entre los países involucrados ha supuesto el fortalecimiento de estas redes criminales que aprovechan la debilidad en las zonas fronterizas o “zonas grises”, donde el Estado no ejerce plena soberanía. En estas zonas se asientan y logran aumentar su control. De esta forma, las fronteras son consideradas como periferia para el Estado central y como pivote para las organizaciones criminales. Brasil comparte frontera con Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam, la Guayana Francesa, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia y Perú, con “una extensión de casi 16 886 km, lo cual desafía el control territorial, porque ahí cuenta apenas con unos 13 000 agentes de policía federal y 30 000 hombres de apoyo entre Marina, Ejército y Fuerza Aérea” (Pastrana y Vera, 2017, p.32). Esto demuestra la debilidad frente al monitoreo y vigilancia de las áreas fronterizas que llegan a constituir “zonas grises”.

El consumo y la producción de drogas, así como la lucha contra las drogas, han sido persistentes por casi medio siglo en la región latinoamericana, donde se afirma que se produce gran parte de la cocaína mundial, además, allí se encuentran las rutas de tráfico más grandes del mundo. La droga que entra a Brasil lo hace principalmente desde Paraguay, Bolivia y Perú. Adicionalmente, debido a su condición fronteriza y a la baja presencia estatal, dos de los puntos débiles por donde ingresa la droga son los estados de Amazonas y Acre. Para efectos de este artículo, la atención estará centrada en el estado de Amazonas, que es fundamentalmente fronterizo, y el estado de Paraná, donde se encuentra la triple frontera con Paraguay y Argentina.

La Triple Frontera

En la Triple Frontera el asentamiento de grupos criminales ha venido en aumento en las últimas décadas. El motivo de estos asentamientos se debe, de acuerdo con Cuervo (2018) y Bello (2013), a múltiples razones: el crecimiento demográfico de los últimos años, la cantidad de migrantes en la zona, la corrupción “institucionalizada” (Dreyfous, 2005), la debilidad estatal, la falta de compromiso por parte de las autoridades, la amplia infraestructura y las características geográficas de la zona. A continuación, se realizará una breve explicación de las principales causas que conllevan a la alta actividad criminal en esta zona, y lo que esto supone para el problema de las drogas en Brasil.

La zona de la Triple Frontera está caracterizada por su riqueza natural. Ahora bien, la presencia de los ríos Paraná e Iguazú ofrecen numerosos puntos de entrada para las mercancías ilegales (Dreyfous, 2005, p.13), y esto hace más difícil su intervención. Allí, la magnitud y diversidad de la actividad económica, así como las características mencionadas anteriormente, han fomentado actividades criminales. De acuerdo con autores como Bartolomé y Ventura (2002) y Dreyfous (2005) la mayoría de la actividad económica de la zona proviene de acciones criminales como el contrabando, el tráfico de drogas, el tráfico de armas, entre otras. Todas vinculadas a grupos criminales transnacionales, algunos brasileños como el PCC y el Comando Rojo, y otros de fuera de la región, como la Yakuza japonesa, la mafia china y rusa y grupos libaneses. Este carácter transnacional, así como la magnitud de la actividad criminal, hacen de esta zona fronteriza un foco de inseguridad para los tres países y para toda la región.

La permanencia y preferencia de los grupos criminales transnacionales en esta zona se debe, principalmente, a la permeabilidad de la frontera, puesto que la corrupción de las autoridades en este territorio imposibilita el control fronterizo, y a la falta de iniciativas conjuntas entre los tres países. Como afirma Morínigo (1994):

el estado de corrupción (en que se encuentran los tres países) destruye la posibilidad de control […] en la medida en que el instrumento creado para el mantenimiento de un orden jurídico que asegure la convivencia en libertad y con justicia, se altera” (p.150)

 lo que explica la facilidad en el transporte de mercancías ilegales por los conductos oficiales, así como por los pasos fronterizos ilegales. Adicionalmente, se afirma que la cuna del problema se encuentra en Paraguay, dada su debilidad estatal y su “cultura corrupta” (Morínigo, 1994).

En cuanto al tráfico de drogas, este es un punto clave para la entrada de estupefacientes a Brasil, puesto que, como afirman diversos diarios como La Nación y América Economía, el 80 % de la marihuana que ingresó a Brasil en 2016 lo hizo desde Paraguay a través del río Paraná (América Economía, 2016). Y se afirma que quienes tienen el control de las drogas en la zona son grupos transnacionales, especialmente los brasileños PCC y el Comando Rojo, grupos que controlan el corredor de droga que proviene de Colombia, Bolivia y Perú hacia Brasil y que progresivamente se ha vuelto la ruta preferida hacia Europa. Estos dos grupos criminales además de controlar las rutas de droga, se han convertido en una “amenaza híbrida”, como la denomina Hoffman (2009), puesto que de forma simultánea optan por armas convencionales, tácticas irregulares, terrorismo y comportamiento criminal. En este sentido, estos grupos tal como lo hacen en el interior de Brasil, han producido olas de violencia, muertes e inestabilidad en esta región.

La Triple Frontera debe ser, entonces, un área de cooperación entre los países que colindan y de coordinación entre gobiernos locales, así como un área de cooperación en proyectos y programas como los referenciados previamente, con un enfoque participativo y centrados en la seguridad cooperativa. Esta zona, debido a la presencia de grupos criminales transnacionales, ha estado bajo la mira del gobierno estadounidense, y desde su política voraz de lucha contra las drogas considera que “la Triple Frontera es un caso de potencial desarrollo del terrorismo internacional en América Latina” (Russell y Toklatian, 2009, p.237). Así, Brasil debe impulsar la cooperación tripartita fronteriza en esta región, para preservar una política exterior de oposición limitada frente a EEUU (Russell y Toklatian, 2009, p.231), priorizando la colaboración con los países cercanos.

La Amazonía

Por otra parte, teniendo en cuenta que la Amazonía es una región de gran importancia por su rica biodiversidad y por la infinidad de recursos que despiertan los intereses de diversos actores sociales, se deberían buscar alternativas que contribuyan al fortalecimiento de las comunidades y del territorio. Es preocupante, particularmente, el cambio de cobertura vegetal y los conflictos de suelo generados por los cultivos de coca sobre estos hábitats, que desencadenan, a corto plazo, la pérdida de biomasa, las emisiones atmosféricas, la disminución de nutrientes, y la destrucción de extensas áreas de este tipo de bosque, de recursos biológicos y ecosistemas (Policía Nacional Dirección Antinarcóticos, 2014, p.8). Además de las externalidades negativas ambientales, los cambios sociales asociados al daño de los suelos, la alteración de la hidrología local y la inseguridad alimentaria amenazan la población tal como lo hace la incursión de los actores violentos.

El desempeño de las redes ilegales de tráfico de drogas en esta región sigue la estrategia de producción, circulación y consumo en consonancia con lo que Marianna Olinger define como un país de “Ciclo Completo”, y para eso “debe haber un alto grado de conectividad que implique los diversos medios de transporte de la droga y las ciudades por donde pasará hasta que llegue a los principales mercados de consumo en Brasil” (2013, p.102). De manera que estas dinámicas muestran la debilidad estatal, ya que fuerzas ilegales establecen el control de las zonas de frontera.

El Amazonas, además de constituir una ruta principal para la distribución de cocaína hacia Europa y África a través del contacto con Guyana y Surinam, cuenta con el río Solimões, que delimita la frontera con Perú y constituye la ruta hacia Manaos. “Desde el punto de vista de la logística del narcotráfico, las grandes cuencas hidrográficas de América del Sur: Amazonas y Paraguay-Paraná, han sido una alternativa importante para la creación de un sistema de transporte intermodal para el tránsito de drogas”[2] (Rurhoff, 1998, p.8).

Cambios en la política contra la droga en Brasil en las últimas décadas

La política contra la droga en Brasil ha variado significativamente en los últimos 15 años. En este periodo de tiempo se han promulgado leyes de drogas que han optado ya sea por la prevención o por el encarcelamiento, en respuesta a la securitización del problema de las drogas. Estas leyes reformadas durante cada gobierno han sido mayoritariamente a partir de un enfoque punitivo, no obstante algunas han contado con un enfoque de salud pública. El acercamiento punitivo al tráfico y consumo de drogas supone diversos conflictos y vulneraciones a la población dado que, como afirma Zaffaroni (2007), “las leyes penales nunca eliminan los fenómenos, pues éstos no se evitan con papeles, pero habilitan un poder punitivo que se ejerce ―por razones estructurales― en forma selectiva sobre los disidentes y los más vulnerables” (p.5).

La primera política nacional de drogas fue la promulgada por Fernando Henrique Cardoso, “a través de la creación del Secretaría Nacional de las Drogas, que debería desarrollar una orientación para conciliar métodos de represión, planos de prevención y reducción de demanda” (Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, 2009, p.36).

Para 2006 bajo el gobierno de Lula da Silva esta política se reorientó. Así, la Ley N° 11343 de 2006 pretendía establecer una diferenciación entre consumidores y traficantes, aunque ambas fueran vistas como un crimen, aquellas personas descubiertas con cantidades para consumo personal no enfrentarían prisión. Además, esta ley redujo las penalidades para los usuarios, alargó las de los traficantes y pretendió fortalecer acciones educativas para garantizar medidas de prevención (Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, 2009, p.36). No obstante, la cantidad determinada como “consumo personal” no fue establecida y quedó a discreción de los jueces, lo cual supuso problemas de manipulación y discrecionalidad por parte legal y policial (Miraglia, 2015, p.8). De acuerdo con Miraglia (2015) a pesar de los avances de esta ley, la cultura judicial y de cumplimiento de ley sigue siendo la misma, y ello ocasionó un aumento de la población encarcelada por delitos ligados a la droga. Adicionalmente, el encarcelamiento de mujeres por tráfico de drogas ha aumentado exponencialmente, de hecho el 80 % de las mujeres en esta condición de encierro lo están por delitos vinculados a drogas (Bandeira, 2013). Esta política de encarcelamiento masivo ha sido ineficiente para reducir el tráfico y el consumo, en cambio sí ocasiona problemas sociales y políticos que han profundizado las brechas sociales y han reproducido los ciclos de violencia y de pobreza.

La adecuada gestión de la frontera contra el narcotráfico resulta prioritaria para Brasil al buscar ejercer un liderazgo regional. En este sentido, para 2013, durante el gobierno de Dilma Rousseff se promulgó la Ley N° 12850 de 2013, que define la organización delictiva y prevé la investigación penal, los medios para obtener pruebas, los delitos penales relacionados y el procedimiento. Este fue un avance a nivel legislativo al penalizar a quien promueve, constituye, financia o integra la organización criminal (Cavalcanti y Lima, 2016, p.197), debido a que, como se mencionó anteriormente, las organizaciones criminales cuentan con apoyo institucional. Efectos penales como la pérdida del cargo, introducidos por esta ley, permiten atacar la problemática desde el ámbito institucional. El narcotráfico es utilizado como una forma de control social internamente y político-militar al exterior (Santana, 2004, p.10) nublando una evaluación objetiva, con factores históricos, políticos, sociales y culturales. Por lo cual las políticas frente al narcotráfico en Brasil no deben ser exclusivamente de tipo policial y punitivo, dado que adoptar estrategias militares “necesarias” por su carácter excepcional (Cepeda y Tickner, 2017 p.297) impide el debate y la consolidación de alternativas para una gestión eficiente. En Brasil el balance en la formulación de políticas entre una respuesta del sistema judicial y un acercamiento desde la salud pública ha sido deficiente, lo que ha llevado a un tratamiento completamente criminal del problema de las drogas.

Este enfoque plenamente penal ha ocasionado diversas consecuencias legales, políticas y sociales, puesto que tanto el consumo como el tráfico son tratados desde una perspectiva criminal. Precisamente, Brasil ha optado por una política de encarcelamiento masivo en la que, de acuerdo con las estadísticas, se encarcelan 344 personas por cada 100 000 habitantes. Para 2018 ocupaba el puesto 26 con más reclusos por cada 100 000 habitantes (Datos Macro, 2018). Esto es particularmente problemático, pues en la última década la población carcelaria se ha duplicado (Boiteux, 2011), y para 2012 el 27 % de esta población estaba encarcelada por tráfico de drogas, lo cual da cuenta tanto del aumento de este fenómeno en el país, como de la dura e ineficiente política de drogas establecida en 2006 con la Ley de Drogas.

Los avances logrados con la Ley de Drogas de 2006 tuvieron un retroceso en 2019 cuando se decretó la Política Nacional sobre Drogas (PNAD). Esta política, impulsada por Jair Bolsonaro, es mayoritariamente prohibicionista, puesto que, a diferencia de la Ley de Drogas de 2006 que impulsaba la reducción de daños en términos de salud pública, en el Decreto Nº 9761 de 2019 opta por “desestimular el uso inicial” y “promover la abstinencia”[3] (Apartado 4.2.2.). Por otro lado, esta política enfatizó en la importancia de la familia y la espiritualidad en los procesos de prevención, con lo que promueve discursos moralizantes y da cuenta de las influencias de grupos religiosos y conservadores en la toma de decisiones de este tipo.

Además del aspecto jurídico, la gestión fronteriza desarrollada en Brasil integra la parte estratégica para conducir acciones sin contradecir lo dispuesto en la Constitución. El artículo 142 sostiene que: “Las instituciones militares deben defender a la nación, garantizar las facultades constitucionales y en virtud de ellas, asegurar el orden y cumplimiento de las leyes”. En concordancia con lo anterior, la Ley Complementaria número 97 de 1999 establece que: “Les corresponde a las instituciones militares –como atribución subsidiaria general– cooperar con el desarrollo nacional y la defensa civil si el presidente de la República lo dispone” (Bartolomé y Ventura, 2019 p.218). En consecuencia, se le ha otorgado a la policía amplia capacidad para desarrollar acciones represivas en la zona fronteriza y en las aguas interiores.

Monitorear las fronteras es esencial y para esto, desde el gobierno de Fernando Henrique Cardoso y con la formulación del Plan Nacional de Seguridad Pública en 2000, se desarrollaron programas para lograr el fortalecimiento del diálogo entre los organismos federales, estatales y municipales relacionados con la seguridad pública en las fronteras. Asimismo se otorgaba mayor potestad a los gobiernos locales para asuntos de seguridad pública, como lo menciona Cano (2006) en este sentido, algunas acciones contra la violencia urbana “deberían ser ejecutadas en conjunto con las autoridades estaduales y municipales” (p.139). No obstante, los recursos no han sido suficientes y es necesario desarrollar una estrategia a largo plazo para proteger la franja fronteriza identificada por la Ley No. 6634, de 1979, como una región estratégica para el Estado. En una entrevista realizada para Folha de São Paulo, José Eduardo Cardozo Ministro de Justicia de la administración de Dilma Rousseff aseguró que Brasil hizo una inversión para fortalecer el cuerpo policial, adquirir tecnologías y mejorar el monitoreo de su extensa frontera, pero que el camino era largo, y la principal inversión que debería hacerse era en inteligencia (Agostini, 2015). Si bien los decomisos de productos ilegales vienen aumentando, la sensación de la industria brasileña es que la entrada ilegal de productos continúa creciendo.

“Beira Foz” y “São Paulo de Braços Abertos”: proyectos frente al fenómeno de la droga

 Como se evidenció a lo largo de la investigación, las políticas de mano dura demuestran un “contexto político represivo sobre el tratamiento de drogas con un sesgo progresista” (Teixeira, Lacerda, y Ribeiro, 2018, p.21) porque provoca el encarcelamiento masivo de personas vulnerables y fomenta procesos de exclusión social al criminalizar a los consumidores. Por lo tanto, se resaltan las iniciativas de cooperación con enfoque diferencial y participativo, como los proyectos “Beira Foz” y “São Paulo de Braços Abertos”  que integran el cuidado de la salud pública y una ruta de acción clara e integral, centrada en el ciudadano.

El primero de estos programas comenzó en 2012 y se centró en la “revitalización” de la margen del río Paraná, con el propósito de establecer un punto de atractivo turístico en la ciudad de Foz de Iguaçu, a través de proyectos de parques, hoteles, restaurantes y miradores, entre otros. Este programa tuvo en cuenta que los kilómetros que comprenden esta zona, son territorio libre para contrabandistas y traficantes (Piceli, 2012). El proyecto “Beira Foz” se reguló mediante el Decreto N° 55067 y fue desarrollado por Itaipú y la alcaldía de Foz para transformar 34 kilómetros a lo largo de la orilla de los ríos Iguaçu y Paraná, que son utilizados en la ruta del contrabando, para promover la seguridad en la frontera mediante la valorización del medio ambiente, la inclusión social, la ampliación de la oferta de turismo y el desenvolvimiento socioeconómico (Pereyra, 2017 p.15). Con una población directamente beneficiada superior a 2.000 familias y más de 250.000 habitantes que también serían favorecidos indirectamente, el proyecto fue considerado “emblemático” por el Ministerio de Turismo, al servir a los intereses de “Convergencia regional” (Piceli, 2012).

El alcalde de Foz, Paulo McDonald Ghisi, aseguró que al mejorar la seguridad el proyecto fomentaría la inversión residencial, comercial y turística. Es importante mencionar que el proyecto contemplaba la realización de un amplio diagnóstico con la participación de la sociedad para la elaboración de un plan urbanístico en la región, ya que a futuro beneficiaría el turismo y el desarrollo económico y social de la región fronteriza entre Brasil, Argentina y Paraguay (Pereyra, 2017). Los resultados empezaron un año después de la fecha de inicio de “Beira Foz”, Codefoz entregó al Departamento Nacional de Infraestructura de Transportes el proyecto de revitalización del Puente de la Amistad, que une Brasil con Paraguay.

Además de las soluciones alternativas mencionadas anteriormente, se hace esencial la aplicación de políticas que integren el cuidado de la salud pública. Ejemplo de esto, es el programa “São Paulo de Braços Abertos” que fue establecido en enero de 2014 mediante decreto Nº 55067. Este tenía como objetivo promover la rehabilitación psicosocial de personas en situación de vulnerabilidad social y abuso de sustancias psicoactivas en la región de Luz, conocida como “Cracolândia” (Teixeira, Lacerda y Ribeiro, 2018, p.4) por el elevado consumo de “Crack”, una forma de cocaína. Se focalizaron áreas de São Paulo en las que se habían hecho esfuerzos poco exitosos para restaurar la seguridad pública, disminuir el consumo de droga y el crimen vinculado a esta actividad, y en este sentido, se dio un giro a las políticas previas, se ofreció alojamiento, alimentación, formación, trabajo y tratamiento contra la adicción (Nascimento, 2018).

De tal forma, el programa integró esfuerzos de asistencia social y de salud para los adictos, así como apoyo económico y de vivienda. Este enfoque representó un hito en la historia de las políticas públicas brasileñas dirigidas a este público objetivo (Nascimento, 2018), al romper con la perspectiva higienista, violenta y represiva, al mismo tiempo que fue facilitando una implementación participativa e innovadora. El trabajo articulado de secretarías municipales de Salud, Seguridad, Educación, Cultura, Desarrollo, Trabajo, Deportes, entre otras agencias, resalta la interseccionalidad con la que se gestionó e implementó este proyecto de rehabilitación psicosocial (Teixeira, Lacerda, & Ribeiro, 2018, p.17).

Al clasificar el problema a tratar como uno de seguridad pública, se realiza una distinción importante que establece estrategias y enfoques acordes para orientar la política pública, no solamente orientadas al tráfico de drogas y al tratamiento obligatorio de los usuarios mediante intervenciones policiales, sino centrada en el ser humano, la reducción de daños y la garantía de derechos (Nascimento, 2018 p.66).

Ejemplo de lo anterior fue que se realizó, de manera pacífica, el desmantelamiento de unas carpas de consumo y comercio de drogas, y con ello se acogió a la población luego de un diálogo local y un proceso de negociación. Se debe tener en cuenta que este proyecto no buscaba ser asistencial, las personas que ingresaron podían buscar su autonomía para volver a la interacción normal en sociedad. A raíz de lo anterior, “São Paulo de Braços Abertos” se articuló con el Programa de Operación Laboral (POT) de la Secretaría de Desarrollo, a través del reconocimiento del trabajo remunerado como un elemento clave para romper el ciclo de la adicción. Esto favoreció la autoestima de las personas y alimentó la posibilidad de vivir dignamente, a partir de la reducción de las recurrencias al implementar un seguimiento y, al mismo tiempo, fomentar lazos de confianza entre agentes y beneficiarios (Nascimento, 2018).

Los resultados fueron sumamente satisfactorios, pues un mes después de su lanzamiento se había reducido el consumo en los usuarios atendidos en un 50-70 %, y esto supuso la mayor reducción, precisamente, del consumo de cocaína (67 %). La integración de la mayoría de los individuos tratados fue exitosa, al menos 266 beneficiarios participaron en los frentes de trabajo, lo que se traduce en más del 70 % de los beneficiarios registrados, muchos de ellos, además, volvieron a encontrarse con su familia (Teixeira, Lacerda y Ribeiro, 2018, p.3). De esta forma, se afirma que “la estrategia de trabajar como protagonista dentro del proyecto fue una acertada elección, debido a la significativa participación del público objetivo” (ADESAF, 2017). En este sentido, resulta indispensable resaltar que el 95 % de los beneficiarios consideró que el programa tuvo un impacto positivo en sus vidas (RUI et al., 2016 como se citó en Teixeira, Lacerda y Ribeiro, 2018, p.3).

Además del acercamiento desde la salud pública, este programa contaba con un área de seguridad que apresó a traficantes e incautó grandes cantidades de droga. De modo complementario, los índices de violencia en las zonas donde se implementó este programa se redujeron significativamente. De hecho, el índice de robos se redujo en un 32 % en comparación al año anterior. “São Paulo de Braços Abertos” es relevante dado que es uno de los primeros acercamientos que hizo el gobierno de São Paulo al consumo de drogas desde una perspectiva de salud pública, lo cual permite identificar lecciones aprendidas y recomendaciones futuras para la formulación de políticas públicas en materia de drogas (Teixeira, Lacerda y Ribeiro, 2018, p.22).

A pesar del balance positivo, el programa finalizó en 2017: “parece claro que la decisión de acabar con el DBA fue mucho más política que en realidad un análisis técnico serio de las acciones desarrolladas o una diferencia en las metodologías aplicadas, debido a la falta de inversión en un nuevo enfoque del problema de la cracolândia” (Nascimento, 2018). A pesar de eso, el programa marcó una ruta de acción y atención opuesta a la represión y criminalización de los usuarios. Autores como Alves, Pereira y Peres (2020), lo describen como una política pública única de carácter participativo en su elaboración y gestión, porque logró implementar y administrar un programa integral e interseccional que unió el trabajo de múltiples secretarías y grupos de interés, todos en un esfuerzo conjunto por fomentar el desarrollo y progreso de la región. Con ello se evidencia un logró un importante y un legado en la reinserción de grupos en situación de fragilidad social (Alves, Pereira y Peres, 2020).

Por lo tanto, resulta prioritario replicar estas experiencias exitosas en el campo de las drogas, porque en contextos de vulnerabilidad social se requiere complementar esfuerzos mediante una red de atención que no sea discriminatoria. Además, para promover la deconstrucción del estigma de los consumidores de drogas, estas iniciativas incluyen políticas intersectoriales entre los diferentes sectores de salud, asistencia social, trabajo, educación, deporte y cultura para garantizar el autocuidado y la reinserción social de los participantes del programa (Teixeira, Lacerda y Ribeiro, 2018, p.22).

Conclusiones

La seguridad en la frontera no solo depende de la policía, sino que implica un componente social y económico, pues una política de desarrollo integral con alternativas de empleo reduciría la captación de personas a las redes criminales. En este sentido, las políticas de seguridad pública deben ser efectivas, desarrolladas a partir del enfoque “bottom up”[4]para romper con la disposición territorial de la ocupación económica que ha marcado al territorio (Cavalcanti y Lima, 2016 p.201). Fortalecer el tejido social, así como las redes de control, brinda garantías de desarrollo a la población para que, a pesar de estar expuesta a redes de tráfico ilegal, encuentre otras salidas para su desarrollo y reinserción. En relación con esto, políticas públicas con un enfoque punitivo vienen respaldadas por discursos de miedo, y no contribuyen a la consolidación democrática ni disminuyen la delincuencia, al contrario, discriminan y persiguen a grupos marginalizados. Precisamente, el contraste se observa con proyectos como “Beira Foz” y “São Paulo de Braços Abertos” que optan por la restauración de los derechos y la reconstrucción del tejido social.

Puesto que el tratamiento punitivo del problema de las drogas ha sido ineficiente en la región latinoamericana, se han abierto debates sobre la necesidad del equilibrio entre estrategias de seguridad pública y de salud pública. Varios países, incluido Uruguay, el primer país del mundo en legalizar completamente el proceso de producción y consumo de marihuana han movilizado este debate en la región. En Brasil, particularmente, diversos grupos de la sociedad civil y las ONG que trabajan de la mano con la Comisión Global de Políticas de Drogas han abogado por una reforma judicial y de políticas públicas frente a la marihuana y otras drogas. No obstante, el gobierno de Brasil se ha mantenido renuente frente a este debate. De este modo, se ha privilegiado un discurso de mano dura contra las drogas, completamente opuesto a la legalización o descriminalización del consumo de marihuana o de cualquier droga.

De forma similar, el debate en torno a la sobrepoblación carcelaria, una de las consecuencias del creciente problema de las drogas y las políticas para su manejo, tiene la misma resistencia y rechaza cualquier intento de reforma de la Ley de Drogas de 2006. Lo cual fue evidente en las declaraciones del ministro de justicia del gobierno de Dilma Rousseff en 2015, quien afirmó que no había ningún interés en reformar esta Ley y que el problema de hacinamiento en las cárceles debería ser resuelto a través de la construcción de nuevas prisiones y la ejecución de sentencias alternativas (Carvalho, 2015).

Estos acercamientos punitivos hacia el problema de las drogas se mantienen en la actualidad y han demostrado ser poco efectivos, por lo que resulta necesaria la integración de nuevas iniciativas y políticas que velen por la salud pública, así como por la seguridad ciudadana. Un cambio en las políticas antidrogas podría significar una reducción en el consumo y, consecuentemente, en el tráfico y producción de las mismas mientras que se respalda el bienestar de grupos sociales marginalizados. La reducción del consumo y del tráfico de drogas es entonces responsabilidad tanto del gobierno nacional como de los gobiernos locales, especialmente los fronterizos, dada su importancia en la prevención de la entrada de drogas y del crimen. Asimismo, se hace esencial replantear el tratamiento de las drogas a nivel judicial y en el sistema policial, puesto que se ha probado que la brutalidad policial y la legislación contra las drogas existente ha obstaculizado el tratamiento adecuado de este problema.

Se debe añadir que, dado el carácter transnacional, la cooperación es fundamental para frenar el aumento del narcotráfico y de las rutas de droga en la región, así como las amenazas a la seguridad ciudadana que esto supone en los países involucrados. Actualmente existen iniciativas como la Comunidad de Policía de América (Ameripol) que se estableció como un organismo de cooperación hemisférica para promover el intercambio de información y la cooperación judicial (Garzón, 2013, p. 20) y la Red de Fiscales contra el Crimen Organizado (REFCO), una iniciativa de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito con el apoyo financiero del Gobierno de Canadá. Esta última establece una plataforma de cooperación entre diez fiscalías especializadas en la lucha contra el crimen organizado de Belice, Costa Rica, Colombia, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá y la República Dominicana. Ahora bien, dichas iniciativas siguen el enfoque punitivo mencionado anteriormente, lo cual no permite una correcta gestión de la frontera.

Como se evidenció a lo largo del artículo, resultan necesarios proyectos multilaterales que favorezcan el enfoque preventivo y prioricen la seguridad cooperativa en la gestión del fenómeno de las drogas. Se requiere además de una estrategia coordinada con cada uno de los países con los que Brasil comparte frontera, para realizar proyectos como el “Beira Foz” y “São Paulo de Braços Abertos” que fortalezcan el tejido social y debiliten el espacio para el crimen. Es crucial entonces, que Brasil aumente la cooperación multilateral y que se realicen estudios rigurosos sobre la operación, negocios y mecanismos de legitimidad que establecen los grupos criminales. Asimismo, es necesario el aumento del presupuesto para la Policía Federal, encargada de la vigilancia fronteriza. Adicionalmente, se debe establecer la consolidación de una diplomacia de seguridad entre los países involucrados para afrontar las amenazas compartidas, puesto que, como en el caso de Colombia y Brasil señalado por Pastrana y Vera (2017), el empalme institucional se hace más exigente cuando la vigilancia se lleva a cabo coordinadamente entre las instituciones gubernamentales respectivas. Así, es esencial el establecimiento de una coordinación institucional de vigilancia y la construcción de complejos regionales de seguridad multidimensional eficientes que puedan responder de forma integral y adecuada al narcotráfico en Brasil.

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*Estudiante de Relaciones Internacionales y Estudios Literarios. Correo de contacto: danielahuyo@gmail.com

**Estudiante de Relaciones Internacionales y Ciencia Política. Correo de contacto: natalia-vasquez@javeriana.edu.co

 [1] Traducción propia

 [2] Traducción propia

 [3] Traducción propia

 [4] El enfoque “bottom up” hace referencia a la importancia que tienen los actores finales en la implementación de políticas públicas (Ballart y Ramió, 2000, p.519, citado en Arias de la Mora, 2019).