Surgimiento de un nuevo sistema social: sobre el capitalismo, el socialismo, el Estado de bienestar y la economía social y solidaria - Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales
Surgimiento de un nuevo sistema social: sobre el capitalismo, el socialismo, el Estado de bienestar y la economía social y solidaria
Surgimiento de un nuevo sistema social: sobre el capitalismo, el socialismo, el Estado de bienestar y la economía social y solidaria
Emergence of a new Social System: on capitalism, socialism, the welfare state, and the social and solidarity economy
Luis Enrique Arteaga Noguera
Universidad de Baja California, México
Jairo Efrén Burbano Narváez
Universidad de Baja California, México
Recibido: 22/06/2025
Aprobado: 10/10/2025
Resumen
Este artículo analiza la evolución del pensamiento económico desde el inicio de la revolución industrial, con la consolidación del capitalismo como sistema dominante después del fracaso del socialismo. El estudio analiza las diferentes críticas realizadas a los sistemas ideológicos vigentes y se enuncian las características de un posible nuevo sistema basado en la economía social y solidaria. Se concluye que se debe alcanzar una nueva racionalidad del desarrollo con un enfoque más humano, que se preocupe por el bienestar del hombre y de su relación armónica con el entorno.
Palabras clave
Capitalismo, socialismo, Estado de bienestar, economía social y solidaria, ideologías políticas.
Abstract
This article examines the evolution of economic thought since the onset of the Industrial Revolution, highlighting the consolidation of capitalism as the dominant system following the collapse of socialism. It critically reviews the main ideological critiques of prevailing systems and outlines the characteristics of a potential alternative model grounded in social and solidarity economic principles. The study concludes that a new development rationality must be adopted—one that prioritizes human well-being and promotes a harmonious relationship with the environment.
Keywords
Capitalism, socialism, welfare state, social and solidarity economy, political ideologies.
Introducción
El presente análisis parte de la concepción sistémica de sistema social propuesta por Bunge (1995), según la cual un sistema social es el conjunto organizado de instituciones y de normas que mantienen la cohesión e integración de sus miembros para el logro de un fin común. Según este autor, un sistema social se compone por cuatro subsistemas: el sistema biológico, económico, político y cultural, los cuales se interrelacionan y evolucionan con el tiempo. Los cambios en un sistema social se originan por la modificación de sus componentes o por la variación de las interacciones de sus componentes entre sí, o con el entorno.
En este caso, se reconoce al Estado como una institución que desempeña un papel crucial en la regulación y organización del sistema social. Esto implica el establecimiento de leyes, políticas y normas que afectan las relaciones y conductas entre los ciudadanos. Además, el Estado gestiona recursos y se encarga del suministro de servicios públicos esenciales para el funcionamiento de la sociedad. La forma en cómo influye el Estado sobre el sistema social está determinada por las luchas de poder entre distintos partidos e ideologías políticas, ya sea de corte liberal, conservador, de izquierda o derecha.
Este estudio parte de una primera diferenciación entre los países con gobiernos de carácter capitalista, comunista o socialista; eligiendo al capitalismo por tratarse del sistema socioeconómico dominante en la cultura occidental. En este contexto, el papel del Estado ha sido abordado desde distintas perspectivas. A continuación, se explora la evolución de los modelos del Estado de bienestar, el neoliberalismo y el neoinstitucionalismo; que convergen en el modelo de la economía social y solidaria. Se busca indagar si se está configurando un nuevo sistema social que dé respuesta a las necesidades de un entorno globalizado, dinámico y competitivo; y que sea sustentable desde las perspectivas social, económica y ambiental.
Debido a que el análisis incluye a distintos partidos e ideologías políticas, se limita a entornos de carácter democrático. De esta forma, se plantea el surgimiento de un nuevo sistema social que reconoce la convergencia entre la libertad individual y la propiedad privada, con los principios de la participación ciudadana y la elección de representantes (Dahl, 1989). Asimismo, se entiende el estado social de derecho como uno que tiene como objetivo garantizar la justicia social, respetar la dignidad humana y fomentar la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos (Pérez, 2018).
Otro aspecto por considerar es el concepto de modelo, entendido como una representación simplificada de una parte de la realidad, que busca explicarla o predecir su comportamiento (Acevedo et al., 2017). Los modelos tratados son de carácter político y están relacionados con la estructura y funcionamiento del Estado, por ello, incluyen el conjunto de instituciones, relaciones de poder, procesos de toma de decisiones, normas, políticas y programas de gobierno. También incluye su relación con las empresas y con la sociedad civil.
Como antecedentes de este estudio se toman como referencia: el trabajo de Cabrera (2014) que aborda el futuro del Estado de bienestar en el marco del sistema capitalista, las reflexiones de Coraggi (2013) sobre la economías social y solidaria ante la pobreza, y las críticas a la mentalidad de mercado de Polanyi (1947). Estos tres artículos sirvieron como marco para identificar las debilidades de los modelos y doctrinas políticas analizadas, así como las características de un nuevo sistema social.
Metodología
Para analizar la evolución de los distintos modelos socioeconómicos que moldean la acción del Estado, es necesario considerar la influencia de los diferentes autores, disciplinas y alcances. Este estudio realiza una investigación documental de tipo cualitativo, empleando la revisión sistemática de literatura. Este método, de naturaleza rigurosa, explícita y replicable, permite generar nuevo conocimiento mediante la recuperación, análisis e interpretación de información secundaria de fuentes documentales impresas, audiovisuales o electrónicas (Arias, 2023).
En concreto, una revisión sistemática parte de una pregunta de investigación. En este caso: ¿Cuál ha sido la evolución de los modelos de gestión del Estado en el sistema socioeconómico capitalista? y ¿cómo la implementación de estos modelos aportó al bienestar de la población y al desarrollo económico de las naciones? Para responder a estas preguntas se aplica un método de cuatro etapas: 1) revisión, identificación y selección de artículos relevantes; 2) especificación de criterios de inclusión y de exclusión, 3) análisis de la información, e 4) interpretación y síntesis de los resultados.
La revisión de artículos se configura como un estado del arte orientado a analizar la evolución de los modelos socioeconómicos y el papel del Estado en su configuración, integrando tanto aportes clásicos como perspectivas contemporáneas. Este enfoque no se limita a una descripción cronológica, sino que contrasta enfoques, identifica tensiones teóricas y destaca las transformaciones conceptuales que han marcado el tránsito desde la economía política clásica hasta las críticas actuales al capitalismo, al socialismo y a las propuestas de economía social y solidaria.
La estrategia metodológica incluye únicamente investigaciones publicadas en revistas revisadas por pares en bases de datos académicas y aplica el método de triangulación de distintas fuentes bibliográficas (Okuda y Gómez, 2005). El propósito es generar una síntesis que no solo describa los enfoques teóricos, sino que también identifique tensiones, continuidades y rupturas entre diferentes perspectivas, orientando la búsqueda de un paradigma económico capaz de enfrentar los desafíos de la pobreza, la desigualdad y la degradación ambiental.
Resultados
Sobre la economía, el capitalismo y el socialismo
Desde la historia del pensamiento occidental, la definición de economía se remonta a la Grecia clásica. Etimológicamente la economía "okonomía" se describe como “administración de la casa”, derivada de "oikos" que denominaba a la casa, y “nomos” a su administrador (Acuña, 2012). En esta primera etapa, el campo de estudio de la economía se enfoca en cómo asignar y utilizar los recursos limitados para satisfacer las necesidades de la familia y la comunidad. Aristóteles, por medio del concepto de “la crematística”, amplía la noción de “economía” al abordar las implicaciones éticas de la acumulación de riqueza a través del comercio y la usura (Martínez, 2011).
En la edad media, no se evidencia una preocupación por definir la economía, la cual se consideraba un elemento del todo social (Guerreau, 2000). Esta época estuvo determinada por una forma de organización feudal marcada por la religión, la agricultura para el autoconsumo, la producción artesanal y el comercio local. En el siglo XIII, pensadores como Tomás de Aquino en su obra Suma teológica, retomaron la filosofía griega y su preocupación por la ética del intercambio; sin embargo, este autor no se opone a la propiedad privada, pues la considera un mecanismo para ordenar a la sociedad (Mercado, 2005).
Es a partir de la revolución industrial del siglo XVIII que la economía se empieza a abordar como campo del conocimiento, con la publicación de obras que buscaron explicar los mecanismos de la economía en relación con la política y la sociedad. Después de esta etapa, en el siglo XIX, la economía política diverge en dos modelos distintos: el capitalismo y el socialismo, los cuales buscan justificar cómo las sociedades deben definir la propiedad de los medios de producción para promover la satisfacción de las necesidades de la población y el desarrollo de las naciones (García, 1945).
En Occidente empieza a consolidarse un modelo económico claramente diferenciable, centrado en la propiedad privada, la división del trabajo, la libertad de comercio, la acumulación de capital y el beneficio individual. A partir de este momento, el capitalismo se asocia con una ideología política de orden liberal. Estos postulados se sintetizan en la obra La riqueza de las naciones publicada por Adam Smith en 1776. Pese a lo anterior, este autor apoyó la intervención del Estado en materia de salud, educación y justicia, junto con todas aquellas empresas que no fueran capaces de desarrollarse mediante la iniciativa privada (Posso, 2014).
El reconocimiento del papel del Estado en la economía también fue abordado por David Ricardo, en su libro Principios de la Economía Política y la Tributación de 1817, en el que argumenta que el principal problema de la economía política es determinar las leyes que rigen la distribución del ingreso entre los distintos agentes económicos. Lo anterior, motivó el desarrollo de una teoría para explicar las ganancias, los intereses, las rentas y los salarios (Posso, 2014).
Otro referente que amplía la visión del capitalismo es Max Weber, a través de su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo de 1905. En ella, reconoce al capitalismo como un sistema económico, pero lo asocia con raíces sociológicas, culturales, y religiosas que proporcionan una perspectiva más compleja de este fenómeno. Valores religiosos como la laboriosidad, la frugalidad y la racionalidad económica llevaron a una nueva forma de interpretar la economía, cada vez más orientada hacia la maximización de los recursos, la eficiencia y la rentabilidad (Kurz, 2021).
A pesar de su capacidad para mejorar las condiciones de vida, impulsar nuevas tecnologías y fortalecer el sistema productivo y financiero de las naciones desarrolladas; el capitalismo viene acompañado de crecientes niveles de pobreza, desigualdad y degradación del medio ambiente. Esta situación ha generado descontento social y un sentimiento generalizado de inestabilidad, marcado por ciclos de crisis económicas cada vez más frecuentes. Esto se explica porque el objetivo de generar ganancias a corto plazo y acumular capital se aparta de la necesidad de brindar condiciones materiales a la sociedad para su reproducción, dejando al Estado la misión de reducir la pobreza (Isidro, 2013).
En el siglo XIX, paralelo al desarrollo del sistema y pensamiento capitalista, surge en oposición el socialismo, basado en los postulados de Karl Marx en su obra El capital, publicada en 1867. Esta obra critica el modelo capitalista al considerar al trabajo del proletariado la fuente de la plusvalía, y, por lo tanto, de la acumulación de riqueza por parte del capitalista. En consecuencia, pronostica una lucha de clases para liberarse de la opresión económica e ideológica de la burguesía. Lo anterior inspiró la conformación de repúblicas socialistas y comunistas que, tras la revolución bolchevique, conformaron la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en el año de 1922. También se instaló el socialismo en la República Popular China en 1948, y en Cuba después de la revolución de 1959 (Inda & Duek, 2014).
De forma simultánea al surgimiento del socialismo marxista, emergieron propuestas reformistas como la de Robert Owen en Inglaterra (1817), quien promovió comunidades cooperativas autogestionadas como respuesta a las desigualdades del naciente capitalismo industrial. Su experiencia en la fábrica textil de New Lanark evidenció la viabilidad de un modelo que articulaba eficiencia económica con equidad social, mediante condiciones laborales justas, educación accesible y gestión participativa (Owen, 1817). Esta propuesta fundamentó el cooperativismo moderno al plantear la propiedad colectiva y la solidaridad como ejes normativos. No obstante, como advierte Restakis (2010), muchas experiencias posteriores reprodujeron estructuras jerárquicas o fueron absorbidas por lógicas competitivas, lo que subraya la necesidad de reforzar el carácter democrático y transformador de estas iniciativas.
Finalmente, los resultados del modelo socialista no fueron exitosos desde el punto de vista económico ni social. Aunque propuso construir una sociedad igualitaria, el socialismo real fracasó al consolidar un sistema burocrático centralizado, con alta concentración de poder y riqueza, acompañado por elevados niveles de corrupción y pobreza. Otro factor que contribuyó a su declive fue la limitada competitividad frente a la generación de riqueza del sistema capitalista, lo que restringió su capacidad para financiar el funcionamiento estatal. Esto se refleja en la adopción de medidas de liberalización económica en países como la Unión Soviética y China; sin embargo, tales reformas no implicaron un avance en derechos y libertades, ni una transición hacia una sociedad democrática, como es evidente en el caso chino (Inda & Duek, 2014).
En años posteriores, el socialismo del siglo XXI se plantea como una renovación ideológica del modelo socialista clásico, con el propósito de superar errores históricos como el estatismo, el populismo, el totalitarismo y el productivismo. Esta corriente, según Borón (2012), se fundamenta en cuatro principios: la lucha contra el capitalismo, el egoísmo y los privilegios; una democracia basada en la soberanía popular; la conciliación entre libertad e igualdad; y un modelo económico centrado en el asociativismo, la propiedad colectiva y el corporativismo. Esta formulación teórica fue adoptada por diversos gobiernos de América Latina.
Se destaca el caso venezolano, en el que Hugo Chávez impulsó el proyecto bolivariano con apoyo del Foro de São Paulo en un contexto de malestar social generado por crisis económica, desigualdad y corrupción. Bajo la promesa de refundar la República, surgieron grandes expectativas de cambio. Sin embargo, la ineficiencia, el autoritarismo y la corrupción derivaron en creciente descontento y fortalecimiento de la oposición (Granda, 2020). El deterioro institucional se agrava con la muerte de Chávez y la toma del poder por parte de Maduro, quien agravó las condiciones de vida de la población.
El fracaso del proyecto bolivariano derivó en una de las crisis migratorias más graves de la región que ha obligado a cerca de 7,7 millones de venezolanos a abandonar el país (OIM, 2023). También se intensificaron las protestas motivadas por la pérdida de poder adquisitivo, escasez y precarización laboral, con 3.892 manifestaciones en el primer semestre de 2022 (OVCS, 2022). En este contexto, el fracaso del socialismo no resolvió los desafíos estructurales del capitalismo. Por su lado, las economías de libre mercado mantienen profundas desigualdades, crisis ambientales y ciclos de expansión y recesión, lo que cuestiona su eficacia para satisfacer las necesidades sociales, especialmente de los más pobres (Posso, 2014).
El capitalismo, el neoliberalismo y el Estado de bienestar
La Gran Depresión de los años treinta en Estados Unidos marcó un punto de inflexión en la evolución del sistema capitalista, al evidenciar las limitaciones del libre mercado para autorregularse en contextos de crisis. La recuperación económica fue posible únicamente a través de una intervención estatal activa, lo que consolidó el surgimiento y la legitimidad de las teorías del Estado de bienestar. En este contexto, las ideas de Keynes (1936) adquirieron especial relevancia al cuestionar las bases del modelo clásico de libre mercado, dominado por una ideología liberal basada en el supuesto de la autorregulación económica.
En su obra Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero, Keynes argumenta que, para salir de una recesión, es imprescindible la intervención activa del Estado mediante el estímulo de la demanda agregada, con el objetivo de evitar el desempleo y reactivar el crecimiento económico. Entre las medidas propuestas, destacan las políticas fiscales expansivas, como el aumento del gasto público financiado mediante endeudamiento o emisión monetaria. En este marco, se resaltan la inversión en infraestructura y la reducción de impuestos (Posner, 2010).
Desde una perspectiva proteccionista, Keynes también plantea que el Estado debe desempeñar un papel fundamental en la regulación del sistema económico, promoviendo el pleno empleo, la redistribución del ingreso y la protección de la industria nacional. Estas acciones deben complementarse con la provisión universal de servicios sociales básicos, tales como la educación, la salud, el cuidado de los mayores y la administración de pensiones públicas (Martínez, 2013). Así, el pensamiento keynesiano sienta las bases teóricas del Estado de bienestar, redefiniendo el papel del Estado en las democracias industriales.
Gracias a la eficacia del Estado de bienestar como respuesta a la crisis de los años treinta, este modelo fue implementado en diferentes países de Europa, Estados Unidos y América Latina. Lo anterior permitió la consolidación del ciudadano como sujeto de derechos, bajo el compromiso estatal de garantizar condiciones mínimas de vida, acceso a la salud, educación y seguridad social (Salazar, 2016). Asimismo, contribuyó a disipar temores sociales asociados al desempleo, la enfermedad o la vejez, lo que fortaleció la noción de libertad individual (Anisi, 1995).
Tras la crisis del petróleo de 1973 y el debilitamiento del modelo keynesiano, el paradigma del Estado de bienestar fue progresivamente cuestionado, especialmente por su alto costo fiscal, la ineficiencia en el manejo de recursos públicos, la intervención sobre la libre competencia y los altos niveles de corrupción. Esto generó escepticismo sobre su capacidad real para reducir la pobreza y mejorar la distribución del ingreso. Dicho contexto favoreció el ascenso del neoliberalismo como corriente dominante en el pensamiento económico y la formulación de políticas públicas, promoviendo un rol mínimo del Estado en la economía y en la provisión de bienes y servicios sociales (Cabrera, 2014).
Las reformas estructurales impulsadas por el paradigma neoliberal incluyeron la privatización de activos públicos, la desregulación laboral y la estandarización de políticas macroeconómicas en países periféricos, muchas veces condicionadas por organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial (Becerril, 2015).
Este enfoque trasladó al individuo la responsabilidad de su propio bienestar, privilegiando el autocuidado, el ahorro y la previsión personal (Valencia, 2003). Tales medidas impactaron el financiamiento y diseño de políticas sociales, reduciendo la capacidad del Estado como garante de derechos fundamentales. Como consecuencia, aumentaron la desigualdad, la mercantilización de bienes comunes y un enfoque de corto plazo centrado en la rentabilidad en lugar del bienestar colectivo (Ostry et al., 2016).
Frente a las limitaciones del modelo neoliberal y a los impactos sociales de la desregulación, han surgido propuestas alternativas que buscan reconfigurar la relación entre Estado, economía y sociedad. Entre ellas, la economía social y solidaria ha cobrado relevancia como una opción que promueve la equidad, la participación ciudadana y la sostenibilidad. Esta perspectiva reconoce la necesidad de nuevas formas de organización económica que superen tanto el asistencialismo estatal como la lógica individualista del mercado, articulando principios de cooperación, reciprocidad y gestión democrática de los recursos. Así, se plantea la posibilidad de avanzar hacia un nuevo sistema social que responda a las necesidades del entorno global, sin sacrificar la justicia social ni la sostenibilidad ambiental.
Sobre la economía social y solidaria, y las empresas sociales
Una propuesta diferente al pensamiento capitalista y al Estado de bienestar se encuentra en la economía social solidaria, que pone en el centro del debate una economía sin pobreza y con menor desigualdad, caracterizada por el respeto de la diversidad cultural y la medición del valor más allá de los resultados financieros. Esta forma de entender la economía reconoce al hombre como parte de una colectividad donde depende de los otros, que trabaja por sus intereses y por el de sus semejantes, y que disfruta de la vida en comunidad en equilibrio con el medio ambiente (Tapia et al., 2017).
La economía social y solidaria critica el sistema racional capitalista, centrado en el individuo, en la defensa de la propiedad y los intereses privados por encima del bienestar público. Igualmente, critica el pensamiento mercantil de minimizar los costos y maximizar productos, en el que la definición de la riqueza de las naciones se realiza en función del producto nacional bruto y la estabilidad monetaria. En ese sentido, se consideran irracionales las políticas de competitividad fundamentadas en los bajos salarios y en el incentivo a la inversión a través de la reducción de impuestos para los más ricos. También enfatiza en el absurdo de considerar a la seguridad social, la salud y la vivienda como bienes de mercado sujetos a las leyes de la oferta y la demanda (García et al., 2017).
La economía social y solidaria propone el reto del crecimiento con equidad, cambiando la competencia por la colaboración, y la utilidad por la solidaridad y la complementariedad. Para ello, se requiere cambiar el principio de acumulación por uno que centre los objetivos económicos en la producción de bienes y servicios orientados a satisfacer las demandas sociales, respetando la diversidad cultural y el medio ambiente. Es aquí donde el Estado juega un papel fundamental, pues es el encargado de desarrollar la reglamentación y los incentivos necesarios para garantizar un comercio justo y una defensa genuina del bien común (Sánchez-Álvarez, 2018).
El primer paso para consolidar una economía social y solidaria es reconocer los límites del desarrollo, puesto que los recursos distan de ser infinitos. Por ese motivo, es esencial construir un enfoque integral, que vaya más allá del beneficio financiero y que incluya aspectos como el costo ambiental, la sustentabilidad y el impacto sobre la sociedad. Este concepto debe estar relacionado con el valor de las cosas, que debe cuantificar el trabajo realizado por la naturaleza, el consumo de energía y el trabajo destinado al proceso de trasformación, la contaminación generada y su utilidad; dejando por último la rentabilidad del inversionista (Collin, 2017).
Para algunos economistas, esta forma de expresar el valor puede resultar irracional, especialmente por la dificultad para el cálculo de los precios, sin embargo, desconocer el impacto negativo de la producción en masa sobre el ambiente y el mercado laboral nos ha llevado a un modelo económico altamente contaminante y desigual. Como prueba de ello, se evidencia la acelerada pérdida de la biodiversidad, los desastres naturales ocasionados por el cambio climático y los efectos de la contaminación sobre la salud pública (Collin, 2017).
Desde una perspectiva liberal, autores como Ronald Coase plantean que los problemas derivados de las externalidades ambientales pueden resolverse eficientemente a través de acuerdos privados entre las partes involucradas, siempre que los derechos de propiedad estén claramente definidos y los costos de transacción sean bajos. En este sentido, sostiene que la decisión de intervenir o no frente a un daño ambiental debe evaluarse en función de los beneficios económicos que representa su eliminación, frente a los beneficios de permitir que dicho efecto persista. Este enfoque, conocido como el Teorema de Coase, ha sido ampliamente debatido en el campo de la economía ambiental, ya que tiende a minimizar las implicaciones sociales y ecológicas al privilegiar la eficiencia económica por encima del bienestar colectivo.
Diversos autores cuestionan la aplicabilidad práctica del Teorema de Coase. Hahnel y Sheeran (2009) señalan que omite factores clave como la asimetría de la información, la desigualdad en el poder de negociación y los costos de transacción. Estas condiciones obstaculizan soluciones eficientes en los conflictos ambientales. Desde esta perspectiva, las relaciones entre contaminadores y afectados no se desarrollan en condiciones de mercado perfectas, lo que reduce la probabilidad de que negociaciones privadas aseguren el bienestar colectivo. Por otra parte, se advierte que en la mayoría de los casos reales no se cumplen los requisitos básicos del teorema. Esto se debe, entre otras razones, a la falta de definición de derechos de propiedad, al carácter colectivo de los bienes ambientales y a la participación de múltiples actores (Deryugina, et al., 2021).
Las empresas sociales surgen como una alternativa más adecuada, al integrar en su misión la creación de valor compartido, la protección ambiental y el bienestar comunitario. Estas organizaciones adoptan estructuras participativas, compromisos laborales éticos y diseñan productos y servicios orientados a resolver problemáticas locales, superando así el enfoque minimalista propuesto por Coase. De esta forma, las empresas sociales no solo corrigen fallas de mercado, sino que representan una evolución en la responsabilidad empresarial, al generar empleos justos, fortalecer el tejido social y promover la sostenibilidad sin abandonar la rentabilidad. Además, el concepto de empresa social puede convertirse en una estrategia de mercadeo y posicionamiento, mediante el liderazgo empresarial en el fomento de actividades culturales, recreativas o deportivas (Saenz, 1993).
Coraggio (2013) propone una concepción de empresa social y solidaria que trasciende lo económico e integra dimensiones sociales, políticas y culturales. Desde esta perspectiva, la pobreza es un fenómeno relacional vinculado a las formas de convivencia y a las relaciones sociales que otorgan sentido a los bienes y servicios. En línea con esta visión, las empresas sociales y solidarias deben organizar procesos productivos sustentables con condiciones salariales justas, que promuevan el trabajo familiar y comunitario, y se orienten al autoconsumo. También es esencial la apropiación social del conocimiento y la redistribución de los medios de producción, en especial la tierra, lo puede fortalecer y reconocer formas de propiedad colectiva o no privada. Estas organizaciones impulsan el consumo responsable como alternativa al consumismo y priorizan la coordinación comunitaria o estatal frente a la autorregulación del mercado.
Las empresas sociales se alinean con el concepto de valor compartido de Porter y Kramer (2011) que redefine el propósito empresarial al incorporar el bienestar comunitario en la estrategia corporativa. Esto implica fortalecer capital humano y situar la responsabilidad social en el núcleo de la organización. Para ello, las empresas deben asumir funciones sociales como liderar iniciativas culturales, recreativas o deportivas, y adoptar mecanismos de regulación e incentivos hacia el comercio justo y el bien común.
Esta visión trasciende la filantropía: no se trata de donar, sino de fortalecer capacidades locales y construir comunidad, vinculando beneficios económicos con impactos sociales positivos. En este marco, el Estado cumple un rol clave, no solo como regulador, sino como promotor de políticas que impulsen prácticas inclusivas, protejan el tejido social y aseguren que la riqueza contribuya al bienestar colectivo.
En consonancia con esta visión, Ronald Cohen (2020), en La Revolución del Impacto, plantea que el modelo empresarial debe avanzar hacia una economía en la que el impacto social y ambiental se mida con el mismo rigor que la rentabilidad financiera. Según Cohen, la integración del impacto en las decisiones de inversión y gestión no solo amplía el propósito de las organizaciones, sino que redefine el éxito empresarial bajo una lógica de valor tridimensional: riesgo, retorno e impacto. Desde esta perspectiva, las empresas sociales no son excepciones, sino precursoras de un cambio sistémico que combina innovación, sostenibilidad y justicia social. Este enfoque impulsa una transformación estructural, en la que el capital se convierte en un instrumento para resolver problemas sociales, y los actores públicos y privados colaboran activamente en la construcción de economías más equitativas y resilientes.
Por otra parte, Visser (2008), en su análisis sobre la responsabilidad social empresarial en países en desarrollo, sostiene que los enfoques tradicionales del Norte global resultan insuficientes para responder a las complejas realidades sociales, económicas y políticas del Sur. Frente a modelos centrados en la filantropía, la reputación institucional o el cumplimiento normativo; propone enfrentar desafíos estructurales como la pobreza, la desigualdad y la degradación ambiental. Desde esta visión, no se trata de una acción complementaria o voluntaria, sino de una herramienta estratégica integrada al negocio y orientada a la transformación social. Se subraya que, en contextos con capacidades estatales limitadas, las empresas asumen una responsabilidad ampliada frente al desarrollo local y la cohesión social. Este enfoque invita a repensar el papel del sector privado, reconociendo su potencial para generar bienestar colectivo y sostenibilidad.
Transformar el modelo económico dominante exige una crítica profunda, como advierte Karl Polanyi (1947), las crisis sociales y ambientales actuales nacen de la desintegración del tejido social causada por la subordinación del trabajo, la tierra y el dinero a la lógica autorreguladora del mercado. Esta mentalidad, que naturaliza el lucro como principio de organización colectiva, invisibiliza la interdependencia social y erosiona la noción de lo común. Repensar el desarrollo desde la economía social no implica solo reformar la empresa o mitigar sus impactos, sino desmercantilizar lo esencial: la vida humana, la naturaleza y la comunidad. Por ello, superar la obsolescencia del mercado autorregulado requiere reubicar la economía dentro de límites sociales y ecológicos, base de un nuevo pacto social.
Economía social, bienestar y modelos alternativos
En el contexto de los debates actuales sobre los límites del modelo económico dominante, diversos autores han señalado sus impactos sociales y ambientales. Fraser (2014) argumenta que la expansión ilimitada del mercado capitalista ha socavado las bases sociales, ecológicas y políticas necesarias para sostener la vida. Un aspecto clave de esta crítica es la denominada “crisis de los cuidados”, que resulta de la mercantilización de actividades fundamentales como la maternidad y el trabajo doméstico. Esta lógica amenaza la sostenibilidad de la vida y debilita la cohesión social. También se subraya la necesidad de replantear la gestión de los bienes comunes, destacando el rol del Estado como inversor, innovador y garante del interés público. Este enfoque ofrece una alternativa para asegurar el bienestar colectivo y promover formas de organización más equitativas y sostenibles (Fraser, 2022).
El análisis anterior revela la urgencia de reestructurar las relaciones entre mercado, Estado y sociedad, con el fin de recuperar la economía como una herramienta al servicio de la vida humana y no al revés, garantizando un equilibrio que priorice el bienestar colectivo sobre la rentabilidad desmedida. Frente a estos desafíos, se propone un replanteamiento del papel del Estado como actor emprendedor y garante de la innovación orientada a misiones sociales y ambientales. Su planteamiento complementa la visión de la economía social y solidaria, al destacar que las políticas públicas deben asumir un rol protagónico en la generación de valor más allá de lo financiero (Mazzucato, 2019).
Por su parte, Varoufakis (2020) plantea propuestas postcapitalistas que buscan superar tanto la ortodoxia neoliberal como las limitaciones del Estado de bienestar, a través de modelos de redistribución y democracia económica. El autor critica la concentración de riqueza y la creciente desigualdad, abogando por una economía en la que los mercados no sean mecanismos autónomos, sino regulados para servir al bienestar colectivo. Propone un nuevo enfoque en el que el Estado actúe no solo como regulador, sino también como un agente en la creación de estructuras económicas justas y sostenibles. En su visión, la economía debe atender a las necesidades humanas y no a la acumulación de capital; para lograrlo, propone una democracia económica directa que asegure la participación de todos los ciudadanos.
De manera complementaria, Acemoglu y Johnson (2023) sostienen que las instituciones y el desarrollo tecnológico son determinantes en la configuración de la desigualdad, y que, sin una gobernanza inclusiva, la innovación tiende a profundizar las brechas sociales y económicas. Proponen la implementación de reformas que promuevan una distribución más equitativa de los recursos generados por la tecnología y el progreso económico, así como políticas que favorezcan el acceso universal a la educación orientada al aprovechamiento de los avances tecnológicos. También proponen un modelo de gobernanza más democrático en el que la toma de decisiones esté abierta a la participación civil, a través de la creación de comités o foros públicos.
Por su parte, Schor (2020) analiza la economía de plataformas, un modelo digital basado en la intermediación tecnológica que conecta oferta y demanda de bienes y servicios a través de aplicaciones y plataformas en línea. Si bien este sistema ha permitido nuevas formas de inserción laboral y de consumo, se advierte sobre las consecuencias negativas de su orientación hacia la maximización de la rentabilidad. Esta lógica empresarial genera condiciones de desprotección laboral, fragmenta derechos sociales y convierte al modelo digital en un riesgo para el bienestar colectivo. En este sentido, se propone una economía de plataformas más ética y equitativa, que priorice la seguridad laboral, la cooperación y los derechos de los trabajadores, frente a la explotación inherente a los modelos actuales.
En esta línea, Servin et al. (2025) aportan al debate sobre la economía social y solidaria mediante la propuesta de un sistema integral de indicadores que permite medir su alcance y efectividad. Su enfoque proporciona herramientas objetivas para evaluar políticas públicas y prácticas comunitarias, facilitando la comparación entre contextos y fortaleciendo su legitimidad. Los indicadores propuestos incluyen aspectos sociales, económicos, de participación, gobernanza, sostenibilidad ambiental y bienestar subjetivo, lo que facilita la identificación de los impactos de las iniciativas solidarias y permite ajustar estrategias, promover la transparencia y mejorar la rendición de cuentas. Este marco analítico contribuye a una mejor comprensión de los logros y las oportunidades de mejora, creando una base sólida para la construcción y evaluación de las políticas públicas.
Conclusiones
- A pesar de los avances científicos y filosóficos en torno a la libertad, la igualdad y la democracia, ni el socialismo ni el capitalismo han logrado garantizar un desarrollo equitativo y sostenible. Mientras el capitalismo de libre mercado exhibe recurrentes crisis financieras, desigualdades crecientes y daños ambientales irreversibles (Isidro, 2013; Ostry et al., 2016; Fraser, 2022), el modelo socialista evidenció ineficiencias productivas, burocratización y restricciones a la libertad individual (Granda, 2020; OIM, 2023 y OVCS, 2022). Sin embargo, los aportes de la teoría marxista a la justicia social y del liberalismo a la eficiencia productiva no deben ser desechados, sino reinterpretados en un paradigma renovado de desarrollo que ponga en el centro la dignidad humana, la equidad social y la sostenibilidad ambiental.
- El Estado de bienestar, inspirado por las ideas de Keynes, constituyó una respuesta estructural a las fallas del Capitalismo tras la crisis de 1929. Gracias a ello, se lograron avances en protección social, pleno empleo y la inversión pública, que fueron emuladas por otros países europeos y de América Latina. Pese a su éxito inicial, con el paso del tiempo se generaron tensiones a causa del intervencionismo del Estado, la baja sostenibilidad fiscal, la corrupción, la ineficiencia en el uso de los recursos públicos y a la dependencia del crecimiento continuo para garantizar el funcionamiento del Estado (Anisi, 1995; Posner, 2010; Martínez, 2013: Salazar, 2016). Esta situación fue aprovechada por el neoliberalismo, que promovió la reducción del Estado y la libre competencia. Además, trasladó al individuo la responsabilidad de su propio bienestar, lo que privilegió el autocuidado, el ahorro y la previsión personal. Como consecuencia, se profundizaron las brechas sociales y debilitaron la cohesión comunitaria (Cabrera, 2014; Becerril, 2015; Valencia, 2003).
- La economía social y solidaria surge como una alternativa frente a los límites estructurales del Capitalismo y del Estado de bienestar. Su enfoque propone un cambio de paradigma que desplaza la lógica de la acumulación y el beneficio financiero; privilegiando los principios de equidad, sostenibilidad, cooperación y bienestar colectivo. Esta propuesta revaloriza el trabajo comunitario y el respeto ambiental, cuestionando indicadores tradicionales como el PIB e integrando dimensiones sociales, culturales y ecológicas en la medición del desarrollo (Coraggio, 2011; Tapia et al., 2017; García et al., 2017, Collin, 2017; Sánchez-Álvarez, 2018). En este marco, el Estado deja de ser un mero regulador y se convierte en promotor de una economía orientada al bien común.
- La empresa social, vinculada a enfoques como el valor compartido (Porter & Kramer, 2011), la revolución del impacto (Martin & Osberg, 2015) y la responsabilidad social corporativa (Saenz, 1993; Visser, 2008), representa un actor estratégico en la transición hacia economías democráticas y resilientes. Sin embargo, su desarrollo en países en vías de industrialización enfrenta barreras estructurales como la debilidad institucional, asimetrías de poder y persistencia de lógicas extractivas. Por ello, su consolidación requiere una reconfiguración más amplia del rol del capital, las políticas públicas y la articulación entre Estado, empresa y sociedad civil.
La consolidación de la economía social y solidaria depende de un cambio sustantivo en las políticas públicas, orientado a superar el paradigma económico dominante (Pérez, 2018; Mazzucato 2019). Este giro requiere de la creación de marcos normativos que reconozcan la propiedad colectiva y la participación democrática, así como de instrumentos fiscales y financieros que prioricen el impacto social y ambiental por encima de la rentabilidad inmediata. A su vez, resulta indispensable el desarrollo de nuevos indicadores que midan no solo el crecimiento económico, sino también los efectos sociales, culturales y ambientales de las iniciativas solidarias (Acemoglu y Johnson, 2023; Servin et al., 2025). De este modo, las políticas públicas se convierten en el eje articulador de ecosistemas capaces de integrar empresas sociales, gobiernos y comunidades en procesos sostenibles y replicables.
Luis Arteaga es doctor en Gerencia Pública y Política Social de la Universidad de Baja California. Magíster en Administración de la Universidad del Valle. Especialista en Gerencia de proyectos de la Corporación Universitaria Minuto de Dios. Especialista en Computación para la docencia de la Universidad Antonio Nariño. Ingeniero Mecánico de la Universidad Nacional de Colombia. Docente investigador grupo GICAEF de la Corporación Universitaria Minuto de Dios. larteaganog@uniminuto.edu.co
Jairo Efrén Burbano es doctor en Gerencia Pública y Política Social de la Universidad de Baja California. Magíster en Administración de la Universidad del Valle. Especialista en Gerencia de proyectos de la Corporación Universitaria Minuto de Dios. Ingeniero Ambiental de la Universidad Mariana. jabuisa@hotmail.com
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