¿Protección para quiénes? La pacificación de El Salvador bajo Bukele como legitimación del Estado al servicio de algunos ciudadanos - Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales
¿Protección para quiénes? La pacificación de El Salvador bajo Bukele como legitimación del Estado al servicio de algunos ciudadanos
¿Protección para quiénes? La pacificación de El Salvador bajo Bukele como legitimación del Estado al servicio de algunos ciudadanos
Protection for whom? The pacification of El Salvador under Bukele as legitimization of the State at the service of some citizens
Isabella Araujo Polo*
Sameth Isabel Crespo España*
Juliana Quiroga Ortega*
Recibido: 15/07/2024
Aprobado: 7/08/2025
Resumen
El Salvador pasó de ser uno de los países más violentos de América Latina a uno de los más seguros bajo la administración de Nayib Bukele. Este artículo examina cómo las maras (Mara Salvatrucha y la Mara Barrio-18), han sido centrales en las estrategias de pacificación social implementadas por el gobierno, debido a su histórico control territorial y actividad criminal. Desde un enfoque teórico, se recurre a los planteamientos de Mark Neocleous sobre la “pacificación” y a la noción de “negocio de la protección” de Charles Tilly, para repensar el rol del Estado en la provisión de seguridad. A través de estos marcos, se argumenta que el gobierno salvadoreño ha emprendido acciones para restaurar la paz, pero que responden también a una lógica más profunda de control social y político. Asimismo, se discute cómo la seguridad es instrumentalizada como condición para el desarrollo, lo que ha reforzado un modelo de gobierno autoritario. En última instancia, el artículo invita a problematizar las lógicas contemporáneas de seguridad en América Latina.
Palabras clave
El Salvador, maras, guerra codificada, pacificación, negocio de protección, desarrollo económico.
Abstract
El Salvador went from being one of the most violent countries in Latin America to one of the safest under the administration of Nayib Bukele. This article examines how the maras (Mara Salvatrucha and Barrio 18) have been central to the government’s social pacification strategies due to their historical territorial control and criminal activity. From a theoretical perspective, it draws on Mark Neocleous’s concept of “pacification” and Charles Tilly’s notion of the “protection racket” to rethink the role of the state in the provision of security. Through these frameworks, the article argues that the Salvadoran government has taken action to restore peace, but that these actions also follow a deeper logic of social and political control. It also discusses how security is instrumentalized as a condition for development, reinforcing an authoritarian model of governance. Ultimately, the article invites readers to critically examine contemporary security logics in Latin America.
Keywords
El Salvador, maras, coded war, pacification, protection racket, economic development.
Introducción
Durante las últimas décadas, El Salvador ha sido identificado como uno de los países más violentos del continente americano, marcado por la presencia de pandillas organizadas, altos índices de homicidios y un régimen híbrido en el que coexisten elementos democráticos con prácticas autoritarias (Arias y Goldstein, 2010; Papadovassilakis, 2023; Latinobarómetro, 2023; García Pinzón y Rojas Ospina, 2020). En este contexto, la llegada de Nayib Bukele al poder en 2019 marcó un punto de inflexión: con un fuerte respaldo popular, el nuevo gobierno implementó amplias medidas de seguridad excepcionales que, en pocos años, lograron reducir drásticamente las tasas de criminalidad. Esta transformación ha sido celebrada tanto a nivel nacional como internacional como un “éxito” en la lucha contra el crimen organizado, promovida por un discurso que asocia el orden y la seguridad con el progreso y la modernización del país.
En este análisis, se examina cómo las maras salvadoreñas, tales como la Mara Salvatrucha y la Mara Barrio-18, han sido construidas por el Estado como el principal “enemigo interno” en torno al cual se han desplegado prácticas de pacificación social (Neocleous, 2014). Estas pandillas, surgidas en el contexto de la posguerra civil y el retorno masivo de migrantes salvadoreños deportados desde Estados Unidos durante las décadas de 1990 y 2000 (Cantillo, 2021; Stelmach, 2021; Castellanos, 2016), lograron ejercer control territorial sobre comunidades marginadas, alimentando un clima de miedo y violencia.
Frente a esta situación, la respuesta del Estado salvadoreño ha oscilado entre estrategias de militarización, como los planes “Mano Dura”, y la implementación de políticas socioeconómicas destinadas a abordar las causas subyacentes de la violencia, como la pobreza y la exclusión social. Bajo el gobierno de Mauricio Funes (2009–2014) se promovió una tregua con las maras que fue contestada por su transparencia y efectividad[1]. En contraste, la administración de Bukele ha radicalizado la estrategia estatal a través de la militarización, la suspensión prolongada de derechos constitucionales y el encarcelamiento masivo de presuntos pandilleros. Estas medidas han producido una transformación significativa en los indicadores de seguridad. Según el Índice Gallup 2024, el 88% de los salvadoreños reportaron sentirse seguros caminando solos de noche. Adicionalmente, El Salvador obtuvo un puntaje de Ley y Orden de 89 ubicándose en el octavo puesto a nivel mundial (Saiz, 2024).
En el centro de esta discusión se encuentra el papel del Estado y su función de brindar protección para un El Salvador seguro. La legitimidad del uso de la violencia por parte del gobierno, en aras de mantener la seguridad y el orden público, se ha convertido en un tema central de debate. Mientras algunos elogian las medidas enérgicas de Bukele como necesarias para restaurar el orden y garantizar la seguridad de los ciudadanos, otros cuestionan las posibles violaciones de derechos humanos y el impacto a largo plazo en la democracia y la justicia social.
Para reflexionar a mayor profundidad y entender cómo El Salvador pudo cambiar su imagen y disminuir su nivel de violencia, se emplean marcos conceptuales que ofrecen una comprensión de la relación entre la violencia, la seguridad y el papel del Estado en la búsqueda de la paz. Por un lado, Neocleous (2014) plantea que la paz debe entenderse como un tipo de violencia ejercida por el Estado para garantizar el orden y la estabilidad. Así, la seguridad se alcanza mediante la aplicación de una violencia codificada, normada y justificada, que él denomina “guerra codificada”. La pacificación, entonces, se convierte en un proceso mediante el cual el Estado utiliza su autoridad y recursos para imponer el orden en la sociedad. Medidas como la militarización de la seguridad, la declaración de estado de excepción y la construcción de una mega cárcel son solo algunas de las medidas controvertidas implementadas por el gobierno de Bukele en su búsqueda por pacificar el país.
Por su parte, Tilly (2007) propone una analogía entre el crimen organizado y el Estado, al señalar que ambos participan en lo que denomina el “negocio de la protección”. El autor sostiene que, así como el crimen organizado representa la versión más sofisticada del negocio de la protección, el Estado es la representación del mismo fenómeno, pero con el barniz de la legitimación política. Esto nos lleva a reflexionar sobre cómo el crimen organizado y el Estado tienen sus raíces en la necesidad de proteger a ciertos grupos, pero se distinguen en cuanto a legalidad, estructura y objetivos.
Por todo lo anterior, este artículo de reflexión se propone analizar críticamente el proceso de pacificación en El Salvador desde una perspectiva que entiende la seguridad no como un fin neutro, sino como un negocio codificado y socialmente construido. A partir de los aportes teóricos de Mark Neocleous sobre la “pacificación” como forma de violencia legítima, y de Charles Tilly sobre el “negocio de la protección”, se examinan tres dimensiones: i) la construcción del enemigo interno y la legitimación de la violencia estatal, ii) la redefinición de la ciudadanía y el acceso diferenciado a la protección estatal, y iii) la instrumentalización del discurso de seguridad como vía para el desarrollo económico. En conjunto, estas categorías permiten repensar el fenómeno salvadoreño no solo como una respuesta a la criminalidad, sino como una reconfiguración más profunda del Estado, que protege selectivamente a algunos ciudadanos, mientras excluye y violenta a otros.
El ascenso de Nayib Bukele y la guerra codificada: un escenario de pacificación
El cuadro de violencia en El Salvador no es reciente. La década de 1980 estuvo marcada por importantes guerras civiles en El Salvador, Guatemala y Nicaragua. Esta inestabilidad política y económica provocó una migración significativa de centroamericanos hacia Estados Unidos, especialmente hacia Los Ángeles, California (Bloomberg, 2022). En ese contexto, muchos jóvenes salvadoreños se asentaron en barrios marginados de esta ciudad, donde ya operaban pandillas conformadas mayoritariamente por afroamericanos y mexicanos. Lejos de encontrar un entorno seguro, fueron recibidos con discriminación, violencia e intimidación (Castellanos, 2016). Por lo anterior, comenzaron a unirse a pequeñas pandillas y a organizar sus propias agrupaciones. Así se conformaron la Mara Salvatrucha (MS-13) y la Mara Barrio-18 (18th Street Gang) (Bloomberg, 2022). Hacia mediados de 1990, el gobierno de Bill Clinton implementó una política migratoria más restrictiva en Estados Unidos, dirigida, en parte, hacia contrarrestar la presencia de las maras, que ya eran percibidas como una amenaza potencial para la seguridad nacional (InSight Crime, 2025). Por esto, se promulga la Ley de Reforma de Inmigración Ilegal y Responsabilidad del Inmigrante, la cual, amplió las categorías por las cuales los migrantes podrían ser deportados (Cantillo, 2021). Lo anterior provocó un incremento en las deportaciones de inmigrantes y exconvictos a sus países de origen. Aproximadamente 20 mil pandilleros regresaron a Centroamérica entre 2000 y 2004 (Cantillo, 2021). Al llegar, los retornados reprodujeron el modo de actuación que habían aprendido en las pandillas y rápidamente empezaron a atraer más jóvenes y a establecerse firmemente en Centroamérica (Cantillo, 2021). Estas pandillas no tardaron en convertirse en organizaciones criminales destacadas, con presencia en Estados Unidos, Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. No obstante, cada una de sus “células” (divisiones por territorio) operaba de manera independiente, con autonomía en la toma de decisiones y en sus acciones delictivas (Diario, 2020). Los miembros de estas bandas se caracterizaban por llevar tatuajes y perforaciones en el cuerpo y el rostro, muchas veces con símbolos alusivos a la MS-13 o al Barrio 18. Además, empleaban una jerga propia y un sistema de señas manuales para comunicarse. Aunque el número preciso de miembros de esta agrupación es desconocido, para el año 2020 se estimaba que había más de 60.000 mareros en El Salvador, predominantemente jóvenes que rara vez superaban los 30 años de edad (Diario, 2020). En El Salvador, estas maras no solo extorsionaban y controlaban el microtráfico en los barrios, sino que también participaban en actividades criminales más complejas, como la trata de personas y el tráfico de drogas. Incluso, en algunos casos llegaban a desempeñar roles de intermediación entre los grandes carteles mexicanos y colombianos, a quienes proveían seguridad para el tránsito de mercancías ilegales (Cantillo, 2021). Todas estas acciones empezaron a dejar un gran rastro de violencia en el país, marcando la cotidianidad de los salvadoreños con la constante lucha entre los gobiernos al mando y las pandillas. Los constantes impactos de las actividades realizadas por las maras salvadoreñas hicieron de El Salvador el país más violento del continente, incluso superando a países con altas tasas de narcotráfico, como Colombia y México. Según datos de la Policía Nacional Civil (PNC) de El Salvador, solo en 2009 se registraron 4.365 asesinatos en un país con una población de poco más de seis millones de habitantes (El Mundo, 2011). Además de ser la más elevada de la década, esta cifra representa un aumento del 37% sobre los 3,179 homicidios reportados en 2008. Como resultado, la tasa de homicidios por cada 100,000 habitantes se disparó a 71 ese año, un indicador alarmante si consideramos que la Organización Mundial para la Salud define una tasa de 10 homicidios como el umbral de una epidemia (Banco Mundial, 2014). Este incremento no solo refleja un aumento generalizado de la violencia, sino que también sugiere una distribución territorial específica del fenómeno, especialmente evidente en las zonas donde las pandillas han fortalecido su influencia. El subdirector de la PNC atribuyó este incremento a las acciones de las pandillas, enfatizando su evolución hacia delitos aún más lucrativos, violentos y con un mayor reclutamiento de menores de edad (Valencia, 2010).
Tabla 1
El Salvador – Homicidios intencionados (2000–2018)
Nota. Elaboración propia. Datos tomados de Datosmacro (2024).
Aunque la tasa de homicidios alcanzó su punto más alto en 2009, ya desde el año 2000 se registraron cifras alarmantes. La Tabla 1 muestra fluctuaciones considerables, con un rango que oscila entre 2,000 y 4,000 homicidios anuales, equivalente a aproximadamente 52 a 71 por cada 100.000 habitantes, siendo las víctimas en su mayoría hombres. Estas cifras muestran patrones de violencia que, a pesar de algunas fluctuaciones, se han mantenido en altos niveles, si comparamos con otras tasas de homicidio observadas en América Latina de manera general, como fue anteriormente señalado. Como consecuencia de esta situación, un fuerte estigma comenzó a asociarse con El Salvador a nivel regional e internacional, pues el país se posicionaba como un destino de alto riesgo para el turismo y la inversión extranjera. Esta percepción se vio alimentada por el elevado costo económico de la violencia, el cual, alcanzó 11.5% del PIB para 2003, lo que equivalía a un tercio de la inversión privada a nivel nacional (Betancourt, 2007). Ese mismo año, el gobierno de Francisco Flores declaró por primera vez a las pandillas como una amenaza a la seguridad nacional, marcando un giro en el tratamiento estatal del fenómeno, que hasta entonces se había limitado a acciones policiales aisladas sin una estrategia integral (Aguilar, 2019). El lanzamiento del Plan Mano Dura en julio inició una estrategia punitiva sostenida contra las pandillas, que sería continuada y reforzada por los gobiernos posteriores durante más de una década (Aguilar, 2019). Posteriormente, el expresidente Mauricio Funes (2009-2014) realizó una tregua con las maras extendida cerca de tres años. Sin embargo, esta medida no tuvo los resultados esperados con respecto a la disminución de los homicidios (Guerrero, 2015). En el 2014, con el relevo presidencial, Salvador Sánchez Cerén anunció el fin de esta tregua, y las tasas de homicidio se dispararon en el 2009, registrando un promedio de 14 muertes diarias (Guerrero, 2015). Como analizaremos en la sección siguiente, esta grave situación de seguridad ha sido el cimiento sobre el cual se erigieron las medidas de excepción implementadas por la administración Bukele, justificadas a través de discursos que enfatizaron la urgencia de atender la crisis de seguridad pública en el país.
Para una crisis, medidas excepcionales: Bukele y la pacificación de El Salvador
Como se venía describiendo en la primera sección, las maras se convirtieron en la principal amenaza a la seguridad pública en El Salvador (Amaroli Herrera, 2022). Por un lado, los planes de “mano dura” de anteriores presidentes, representaron “el fracaso sistemático del gobierno en sus estrategias en contra del crimen, y (reflejaron) un estado débil” (Amaroli Herrera, 2022, p. 1). Como explica Arana (2005), estas políticas desencadenaron represalias por parte de las maras y la violencia escaló cada vez más. Por otro lado, otros enfoques como “la tregua” de Mauricio Funes fueron ampliamente rechazados por la opinión pública[2], a pesar de que se vio una disminución en el promedio diario de homicidios[3] (Hernández-Anzora, 2016). Todo ello contribuyó a la consolidación de discursos de “tolerancia cero” hacia las pandillas. Es en dicho contexto que Nayib Bukele gana la presidencia en 2019, con más del 53,1% de los votos en la primera vuelta electoral. Desde el principio, Bukele encabezó una campaña que buscaba acercarse al pueblo salvadoreño (BBC, 2019; Meléndez-Sánchez, 2021) por medio de un discurso que asociaba la ineficacia de las medidas empleadas por el entonces presidente Sánchez Cerén (2014-2019) con la corrupción endémica de los partidos tradicionales. En contraste, Bukele se presentaba con una imagen de un candidato transparente que prometía construir un El Salvador más seguro, acabando con la criminalidad en el país. En junio de 2019, ya en la presidencia, Bukele anunció vía Twitter el Plan de Control Territorial, el cual tenía tres objetivos: 1) tomar el control de los centros de las principales ciudades; 2) cortar las fuentes de financiación de las maras; y 3) recuperar el control de las prisiones (Bukele, 2019). Para llevar a cabo este plan, el gobierno autorizó la participación del ejército en patrullajes conjuntos y eliminó las restricciones para realizar arrestos; lo anterior, con el fin de contribuir en la desarticulación de estructuras delictivas organizadas y menores en todo el país (Stelmach, 2021, p.80). En marzo de 2022, Bukele declaró “estado de excepción”, una medida que restringe ciertas libertades constitucionales, elimina controles legales sobre procesos administrativos para el uso de fondos públicos y limita el derecho al acceso a la información pública (WOLA, 2022; DW, 2022). En ese mismo año, el gobierno anunció la construcción de la mega cárcel “Centro de Confinamiento del Terrorismo” (Cecot), la cual pasó a ser alimentada por encarcelamientos masivos sin un debido proceso penal (BBC, 2023). Pese a las amplias críticas sobre el carácter antidemocrático de sus políticas (Bernal Sánchez, 2023; Amnistía internacional, 2022), las prácticas de la administración Bukele siguen activas. Poco después de iniciarse el combate a las pandillas salvadoreñas, el gobierno circulaba cifras de éxito para defender la eficacia de las medidas adoptadas. Por ejemplo, el gobierno indicó que para el 2022, se registró la tasa más baja de homicidios en 16 años, con 7.8 por cada 100.000 habitantes (Gobierno de El Salvador, 2023, párr. 1). En 2023, el Gobierno de El Salvador (2023) afirmó que,
“la efectividad del Plan de control territorial, que inició en junio de 2019, ha permitido golpear pandillas. A esto se suma el régimen de excepción (...), a través del que se han capturado a más de 61.300 pandilleros en todo el país” (párr. 2).
De hecho, el 11 de mayo de 2023 el mismo presidente celebró en sus redes sociales haber logrado tener 365 días sin homicidios (Bukele, 2023). Las cifras del 2024 indican que “se han confiscado más de 3 mil armas de fuego, más de 8 mil vehículos y se ha reducido la tasa de violencia y homicidios” (Asamblea Legislativa de El Salvador, 2024, párr. 2). Ahora bien, la suspensión de derechos constitucionales, el uso de la violencia en contra de lo que se construye como un “enemigo público” y la movilización sistemática de militares y de unidades militarizadas de la policía en los operativos, pueden ser interpretados como un ejercicio de “pacificación social”, pensando en términos de Neocleous (2014). Según el autor, la preservación de la paz dentro de cada Estado moderno siempre trabaja con la definición de las condiciones bajo las cuales el uso de la violencia es admitido y legitimado (Neocleous, 2014, p.29). Por lo tanto, la paz debe ser comprendida como una forma de violencia que se convierte en un medio para lograr la seguridad, lo que el autor considera ser una “guerra codificada”. Bajo esta premisa, la paz se convierte en un proceso constante de pacificación, en la que el Estado utiliza su autoridad y recursos para imponer el orden y la estabilidad en la sociedad. La administración de Bukele ha empleado medidas de violencia como parte de una “guerra contra las pandillas” que ha buscado establecer una paz para los salvadoreños, que por muchos años se ha visto obstruida por la magnitud de eventos como las grandes olas de homicidios. Proponemos interpretar aquellas medidas de violencia llevadas a cabo por el gobierno como una forma de “pacificación social” dedicada a asegurar el orden en el país. Como afirma Neocleous (2014), el derecho ha cumplido un rol histórico en la legitimación de formas de violencia en nombre de la paz, ofreciendo las herramientas para darle razón de ser a la coerción y el barniz legal incluso para casos de suspensión de derechos. En el caso de El Salvador, esta complicidad del derecho aparece en forma de “estado de excepción”, el cual cumplió tres años de vigencia en marzo (Delcid, 2025). Debido a que permite la suspensión de los procedimientos característicos del debido proceso penal, los estados de excepción han sido considerados una condición para hacer más “eficientes” las constantes medidas de detención arbitraria, la judicialización de personas, las redadas en barrios marginales y la humillación pública de presos en las cárceles. Estas acciones no solo buscan combatir el crimen, sino que también tienen el objetivo de moldear “el comportamiento de individuos, grupos y clases, y así ordenar las relaciones sociales de poder en torno a un régimen particular” (Neocleous, 2014, pág. 31). En este caso, el proceso de pacificación buscaría moldear el comportamiento de parte de la población salvadoreña para que acepte un umbral de violencia necesario para mantener el régimen de militarización, el estado de excepción y el mandato del presidente Nayib Bukele de forma sostenida. Se trata de reforzar comportamientos e ideas específicas en los individuos y permear sus interacciones sociales. Parte de los ciudadanos salvadoreños aceptan las capacidades extendidas del gobierno Bukele y las defienden porque les han permitido no tener homicidios por un periodo extendido. En este sentido, parte de la población acepta y justifica las formas de pacificación. Por otro lado, el rol que tiene el Estado en la fabricación de espacios sociales pacificados y duraderos hace que todas las interacciones sociales están permeadas por la pacificación. Entonces, si bien las medidas implementadas inciden directamente en los pandilleros encarcelados, también permean la totalidad de la sociedad salvadoreña. Por ejemplo, una encuesta de CID Gallup en 2022 reveló que el 92 % de los salvadoreños apoya el estado de emergencia (como se cita en Melendez, 2023), lo que refleja una aprobación generalizada de la sociedad al proceso de pacificación emprendido por el gobierno de Bukele. Aunque las medidas implementadas por el gobierno de Bukele han logrado disminuir los índices de criminalidad, su aplicación ha conllevado serias consecuencias. Diversos informes de organizaciones defensoras de derechos humanos señalan la existencia de violaciones sistemáticas, como arrestos arbitrarios, actos de tortura y la muerte de al menos 174 personas privadas de la libertad (DeGaugh, 2025). Esta estrategia represiva ha afectado desproporcionadamente a comunidades específicas. Según Amnistía Internacional (2023; 2025), un tercio de las detenciones arbitrarias efectuadas bajo el régimen de excepción han respondido a criterios discriminatorios. Entre las razones frecuentes para estas capturas se encuentran “tener tatuajes, ser pariente de una persona perteneciente a una pandilla, contar con antecedentes penales previos de cualquier tipo, o simplemente vivir en una zona con altos niveles de marginación y abandono estatal” (p.25). En paralelo, la mayoría de las personas detenidas comparten características similares: bajo nivel educativo, trabajos informales o inestables y residencia en comunidades atravesadas por la precarización y la pobreza. En este panorama, la sistemática afirmación de América Latina como una de las regiones más violentas del mundo y, en contraste, el súbito cambio del cuadro de violencia de El Salvador a partir de las medidas adoptadas por el gobierno de Nayib Bukele despierta un interés particular. Aunque la aparente disminución de la violencia ha sido acompañada por un aumento en el uso de la fuerza estatal y la restricción de derechos civiles, se ha visto una amplia tolerancia por parte de la población hacia una cotidianidad cada vez menos democrática[4]. Por ejemplo, durante el gobierno de Bukele, se han realizado declaraciones en las cuales expresan que “la población salvadoreña está y ha estado dispuesta a renunciar incluso a la democracia para solucionar problemas inmediatos como la inseguridad” (González Díaz, 2022, párr. 11). De hecho, en mayo de 2022 Statista realizó una encuesta sobre la aprobación popular de las medidas adoptadas por Bukele: de 1.448 respuestas, aproximadamente el 87% le dieron su apoyo a la gestión de Bukele (Romero, 2022). Es justamente por todo lo anterior que la relación entre seguridad, violencia y, por ende, la noción misma de paz no puede ser objetiva. A partir de la amenaza que representa el llamado "objeto desvío" para las libertades políticas de ciertos sectores, se legitima el uso de violencias que, en otros contextos, serían ampliamente condenadas. Este proceso de pacificación implica, en última instancia, la protección de unos pocos a través de la restricción de derechos y libertades de otros. El caso de El Salvador demuestra la efectividad y eficiencia de este proceso, donde ya no solo es el Estado quien lo promulga, sino que parte de la población salvadoreña apoya y se enorgullece de los resultados. En la próxima sección profundizaremos esta reflexión analizando la protección estatal y el desarrollo económico en El Salvador.
Perspectivas sobre la protección estatal y el desarrollo económico en el caso de El Salvador
La concepción del contrato social ha experimentado transformaciones a lo largo del tiempo, sirviendo como base para justificar la autoridad estatal y su monopolio del uso legítimo de la fuerza. Esta evolución se manifiesta con claridad en contextos como el de El Salvador, donde el pacto implícito entre gobernantes y gobernados legitima el ejercicio del poder y el control de la violencia en nombre del orden, la seguridad pública y la estabilidad. Así, no solo se justifica el monopolio estatal sobre la violencia, sino que se refuerza la legitimidad del propio Estado. Sin embargo, la cuestión crucial reside en la forma en que se implementa y ejerce esa protección. En este punto, resultan particularmente sugerentes las palabras de Charles Tilly (2007, p.1), quien sostiene que “si el negocio de la protección representa el crimen organizado en su versión más sofisticada, entonces la guerra y la construcción del Estado – paradigma del negocio legítimo de la protección – se convierten en su representación más importante”. Esta perspectiva invita a reflexionar sobre cómo tanto el crimen organizado como el Estado se articulan en torno a la provisión de protección a determinados sectores, aunque se diferencien sustancialmente en términos de legalidad, estructura y objetivos. Los grupos del crimen organizado, como las mafias o los carteles, suelen ofrecer “protección” a cambio de recursos o lealtad, frecuentemente a través de prácticas coercitivas como la extorsión. Por su parte, los Estados asumen la responsabilidad de garantizar la seguridad y el bienestar de sus ciudadanos. Aunque ambos actores operan en contextos marcados por percepciones constantes de amenaza, la diferencia fundamental radica en el marco normativo que regula sus acciones: mientras las organizaciones criminales actúan al margen de la ley, el Estado lo hace —idealmente— dentro de un sistema legal y legítimo.
En el caso salvadoreño, las maras o pandillas han recurrido a la violencia para consolidar su presencia territorial y mantener control sobre comunidades enteras. La extorsión, como forma de financiación y control, les ha permitido construir redes de protección informal. Estas estructuras, aunque marcadas por el miedo y la coerción, también han funcionado como sistemas de subsistencia para amplios sectores sociales marginados. Según International Crisis Group (2017), aproximadamente 400,000 personas podrían formar parte de estas redes de asistencia, que involucran principalmente a jóvenes en situación de pobreza. Este entramado de relaciones entre las maras y ciertos sectores de la población desafía directamente el rol del Estado como garante de la seguridad. No solo pone en entredicho su capacidad de control territorial, sino también su legitimidad como único actor autorizado para ejercer la violencia. En este escenario, la pacificación – entendida como la consolidación del monopolio estatal de la violencia – se convierte en un mecanismo central para la reafirmación del Estado como estructura legítima. Ahora bien, es crucial examinar quiénes son considerados merecedores de la protección estatal. Tilly (2007) sugiere que esta definición no es neutra, sino que responde a relaciones de poder y a concepciones específicas de ciudadanía. En esta línea, Neocleous (2014) plantea que las políticas de seguridad suelen estar orientadas a moldear comportamientos “deseables”, promoviendo la obediencia de ciertos sectores y excluyendo a quienes se desvían del orden establecido. En el contexto salvadoreño, este enfoque se traduce en una política de seguridad que tiende a privilegiar al “ciudadano de bien”, es decir, a quienes cumplen con los estándares normativos de comportamiento y contribuyen al mantenimiento del orden social. Estos individuos, en su mayoría, respaldan la autoridad estatal y son percibidos como merecedores de protección. En contraste, quienes no se ajustan a estos estándares —jóvenes marginalizados, habitantes de zonas controladas por pandillas, o críticos del gobierno— pueden ser catalogados como “enemigos internos” o “amenazas”, y quedar así fuera del alcance de la protección estatal. Esta dinámica de exclusión puede derivar en prácticas de represión que, bajo la justificación de proteger a la sociedad, perpetúan desigualdades y debilitan el tejido democrático. La protección se convierte entonces en un privilegio condicionado, en lugar de ser un derecho universal, lo que implica desafíos para la construcción de una ciudadanía inclusiva. En paralelo, el discurso gubernamental ha vinculado de forma estrecha la mejora de la seguridad con el desarrollo económico. La narrativa oficial sostiene que un entorno más seguro genera condiciones propicias para el crecimiento. Según el Banco Central de Reserva (2023), El Salvador experimentó en 2022 un crecimiento económico del 2.6%, acompañado por aumentos en el empleo, los ingresos y las exportaciones. Este desempeño se ha vinculado, entre otros factores, a la implementación del Plan Control Territorial, que busca reducir la influencia de las pandillas. El Producto Interno Bruto (PIB) del país en 2022 alcanzó un valor nominal de 32,488.7 millones de dólares, lo que representó un incremento de 3,037.5 millones respecto al año anterior (Banco Central de Reserva, 2023). En este contexto, la percepción de mayor seguridad ha favorecido la reactivación de sectores como el turismo, apoyada por iniciativas gubernamentales como Surf City. Estas políticas han dinamizado el consumo interno y favorecido la generación de empleo en sectores como la hostelería, el comercio y los servicios. No obstante, los beneficios derivados de este nuevo clima de seguridad no se distribuyen de manera uniforme. Es esencial relacionar estas dinámicas con las concepciones de ciudadanía que subyacen a las políticas implementadas. Las medidas del gobierno también parecen orientadas a atraer perfiles específicos del extranjero, como inversores, emprendedores tecnológicos y actores vinculados al mundo de las criptomonedas, particularmente tras la adopción del bitcoin como moneda de curso legal. Estas figuras, junto con ciertos sectores de la población local, son percibidas como aliados estratégicos del proyecto de modernización económica. En este sentido, la prosperidad que el gobierno promueve se enmarca en una lógica propia de la modernidad, en la que el desarrollo económico se considera alcanzable únicamente en contextos pacificados. Esta relación entre pacificación y crecimiento ha sido observada también en otros países de la región, como Colombia, donde el fin del conflicto armado interno ha sido acompañado por promesas de inversión extranjera y estabilidad macroeconómica. Sin embargo, es necesario recordar que ni la seguridad ni el crecimiento económico son fines en sí mismos. La pacificación no puede ser entendida únicamente como una estrategia para viabilizar el desarrollo, sino como parte de un proceso más amplio que debe garantizar inclusión, equidad y respeto por los derechos humanos. La generación de riqueza, por sí sola, no garantiza la redistribución ni la superación de las desigualdades estructurales. En última instancia, el desafío para El Salvador —y para otras sociedades marcadas por conflictos similares— consiste en encontrar un equilibrio entre seguridad, desarrollo económico y justicia social. Esto exige un enfoque integral que no solo atienda las manifestaciones de la violencia, sino también sus causas profundas: la exclusión, la desigualdad y la falta de oportunidades. Solo así será posible construir una ciudadanía plena, sostenida por un Estado que proteja a todos sus miembros en condiciones de equidad.
Consideraciones finales
Este artículo se propuso realizar un análisis reflexivo sobre cómo el gobierno de Nayib Bukele logró que El Salvador pasara de ser uno de los países más inseguros de América Latina, al reportar una disminución abismal en la tasa de homicidios a nivel nacional. Más específicamente, apuntó a comprender los mecanismos por los cuales el gobierno de Nayib Bukele ha podido sostener un régimen de militarización, restringiendo toda clase de derechos constitucionales, y aun así contar con un amplio margen de aceptación por parte de diversos sectores de la sociedad. A partir de las observaciones de Neocleous (2014), se dilucidó que las medidas de violencia empleadas por la administración de Bukele pueden ser consideradas como una forma de “pacificación social” dedicada a asegurar el orden en el país. En función de la identificación de objetos desvíos, los cuales amenazan la paz de ciertos ciudadanos salvadoreños, se movilizó una serie de medidas para contrarrestar el orden. No obstante, como se planteó en el presente artículo, la justificación por parte del gobierno para emprender medidas que buscan restablecer la paz entre los ciudadanos esconde un objetivo mucho mayor. Y es que, movilizando los argumentos de Tilly (2007), se puede identificar que existe una disputa entre las maras y el Estado por la legitimidad en la provisión de la protección, esto es, el “negocio de la protección”. A través de los años, el alcance por parte de las maras en El Salvador se ha ampliado considerablemente y, por tanto, es necesario que el Estado se restablezca como única entidad legítima sobre el uso de la violencia.
Por otro lado, la legitimación del Estado está arraigada a la promesa de la modernidad y de la posibilidad del desarrollo económico. Como se evidenció, parte del razonamiento por el que las medidas en El Salvador no han sido ampliamente contestadas, tiene que ver con que el gobierno ha entregado indicadores de avance en términos de empleo, inversión, turismo y aumento de PIB. Finalmente, se hace una invitación a explorar nuevas perspectivas y reflexiones sobre este fenómeno, el cual no se limita a las medidas implementadas en El Salvador, sino que se puede ampliar a diversos contextos latinoamericanos e incluso escenarios presentes y futuros donde se acrecienta la importancia de la protección y la sociedad civil asume comportamientos cada vez más atravesados por la securitización. Lo anterior, implica (re)pensar las formas contemporáneas de protección estatal, las lógicas que las sustentan y las consecuencias sociales que producen. En contextos marcados por desigualdad y exclusión, pensar la seguridad exige más que garantizar el orden: implica cuestionar quiénes son protegidos, quiénes quedan fuera, y qué tipo de paz estamos dispuestos a aceptar.
BIBLIOGRAFÍA
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* Estudiante de Relaciones Internacionales de la Pontificia Universidad Javeriana
[1] Según Najar (2017), La Fiscalía General de la República aseguró que durante la tregua se concedieron “beneficios irregulares a los líderes de las pandillas que estaban encarcelados en ese momento”. A su vez, que “los privilegios no pacificaron realmente al país, pero sí permitieron el crecimiento de la Mara Salvatrucha MS13 y Barrio 18”.
[2] Según una encuesta realizada por Instituto Universitario de Opinión Pública de la Universidad Centroamericana José Siméon Cañas (2003), más del 80% de los encuestados desconfiaba de la tregua, mientras que cerca de 75% de los encuestados consideraba la “mano dura” una mejor estrategia.
[3] Reducción del promedio diario de homicidios de catorce a seis.
[4] Según Latinobarómetro (2023), menos del 50% de la población salvadoreña apoya la democracia.