Fecha de publicación: May 31, 2023


Manuela Vivas
Natalia Rodríguez
Laura Burbano
Isabella Aroca
Fecha de publicación: May 3, 2023


Margarita Castillo Cáceres

Liberalismo cínico: Responsabilidad e incidencia de las instituciones democráticas liberales en el auge populista

Liberalismo cínico: Responsabilidad e incidencia de las instituciones democráticas liberales en el auge populista*

Cynical Liberalism: Responsibility and incidence of liberal democratic institutions in the populist rise

 

José Miguel Jaimes Prada**

 

Recibido: 01/01/2023
Aprobado: 31/03/2023

 

Resumen

En el discurso público se ha configurado una aversión notable hacia el fenómeno populista doméstica y externamente. El presente artículo busca ahondar en la manera por la cual la ola populista mundial no es un fenómeno al vacío que puede condenarse “sin más” por las élites liberales mediáticas, académicas y políticas. Ello debido a que el análisis de múltiples fuentes revela una incidencia directa entre las prácticas e instituciones recurrentes de la democracia liberal contemporánea y el descontento poblacional masivo que ha detonado diversas manifestaciones y movimientos populistas a nivel global. El artículo concluye con reflexiones normativas sobre cómo articular los principios pluralistas del liberalismo con formas políticas populistas más abiertas y participativas que democraticen las democracias liberales en que vivimos.

Palabras claves: 

Populismo, democracia, tecnocracia, ideología, capitalismo, déficits democráticos.

 

Abstract

In public discourse there has been a notable aversion to the populist phenomenon both domestically and abroad. This article seeks to delve into the way in which the global populist wave is not a "vacuum" phenomenon that liberal media, academic and political elites can decry "out of hand". This is due to the fact that a structural and historical analysis shows that there is a direct correlation between the recurring practices and institutions of contemporary liberal democracy and the massive population discontent that has detonated various manifestations and populist movements globally. The article concludes with normative reflections on how to articulate the pluralistic principles of liberalism with more open and participatory populist political forms that democratize the liberal democracies in which we live.

Keywords:

Populism, democracy, technocracy, ideology, capitalism, democratic deficits.

 

Introducción

En las ciencias sociales contemporáneas uno de los fenómenos en boga es el populismo, no sin razones. Las últimas décadas se han caracterizado por el auge y triunfo electoral de numerosos movimientos, partidos y figuras que han controvertido, puesto en duda o de plano rechazado muchas de las características y rituales propios de la democracia liberal postsoviética (Moffitt, 2016).

De entrada, sería negligente pretender homogeneizar dichos actores que han roto las normas establecidas sobre la acción política y electoral en el marco de una democracia liberal, más aún cuando se ha tendido a subsumir el populismo como deformación de la democracia (Rovira Kaltwasser, 2014). Se han llegado a configurar los términos “populismo”, “populista” en muchos círculos y escenarios, mediáticos, técnicos y electorales, como término despectivo y peyorativo. Y aproximarse acríticamente al populismo desde un cierre total obvia las causas estructurales e históricas que han ocasionado su auge contemporáneo. Ello debido a que la democracia liberal y sus principales operadores (notablemente los partidos liberales en el Norte Global, en especial el Partido Demócrata estadounidense) han incurrido en actitudes y nociones de lo político que en la mayoría de los casos han detonado una respuesta populista, sumamente variada, que abarca desde figuras xenófobas de extrema derecha como Donald Trump o Marine Le Pen, a apuestas de izquierda como Podemos en España y Lula y Evo Morales en Latinoamérica.

Sin pretender caer en reduccionismos, el presente artículo propone la necesidad de entender a profundidad la relación y responsabilidades que se pueden hallar en las democracias liberales con respecto al auge de movimientos y líderes populistas. Se buscará primero bosquejar una definición de populismo que permita comprender el amplio espectro de expresiones populistas para después analizar las características comunes entre sistemas y culturas políticas que favorecieron el auge y/o eventual conquista del poder por parte de movimientos populistas.  Dicho proceso fundado en la siguiente tesis preliminar: ignorar las causales estructurales que dieron origen al populismo equivale a eximir de responsabilidad a los actores que generaron los déficits democráticos en primer lugar. El auge populista que atestiguamos hoy no se sostiene como un fenómeno “surgido al vacío”.

Nociones de populismo

La comprensión del fenómeno populista no puede reducirse a una definición operativa, y para entender su auge hemos de atender una conceptualización más discursiva e ideológica que no nos lleve a los lugares comunes que se incurren en el discurso público sobre el chivo expiatorio que resulta siendo “el populismo” ante los vacíos democráticos contemporáneos. Como primer paso para delimitar la comprensión amplia del término, se ha de mencionar teorías más limitadas o reduccionistas para establecer qué paradigmas no bastan para entender el fenómeno o de plano resultan instrumentales para negar las fallas de la democracia liberal y sus formas de operación.

Como primer paradigma limitado de populismo existe la noción “economicista” que sostiene desde teorías económicas ortodoxas, una concepción del populismo como una estrategia económica la cual “enfatiza el crecimiento económico y la redistribución de ingresos y resta importancia a los riesgos de inflación y financiamiento deficitario, las restricciones externas y la reacción de los agentes económicos a las agresiones fuera del mercado” (Dornbusch & Edwards, 1990, p. 247). Esta definición, que desestima las causas materiales, ideológicas o políticas que incluyen la toma de políticas económicas apartadas de los postulados macroeconómicos ortodoxos, es el fundamento de la concepción peyorativa de populismo predominante en la academia y los medios de comunicación. Dicha concepción es especialmente fuerte en el caso colombiano, excepción a la norma en Latinoamérica por el cierre institucional histórico a toda forma de movimiento populista (Pécaut, 2014). En ese orden de ideas, el imaginario de populismo como sinónimo de decisiones políticas infundadas, cortoplacistas y demagógicas con fines electorales, tiene enorme peso mediático y electoral, llegando inclusive a la academia y enrareciendo la necesaria, compleja y multicausal discusión sobre el populismo.

Otra segunda postura sobre el populismo inaplicable a este trabajo por sus limitaciones, es aquella que lo reduce a una estrategia de gobierno, con arraigo en la cultura política latinoamericana y que se presenta como formas de gobernanza expeditivas, personalistas y verticales, cuyos líderes poseen discursos anti-statu-quo que seducen a gran parte de la población con promesas de distribución y garantía de necesidades materiales (Barr, 2009). Si bien es innegable que las dos últimas décadas (especialmente en Latinoamérica) están pobladas de gobiernos poseedores de estas características (afines también a los conceptos de caudillismo y bonapartismo), no basta esta noción para entender de forma compleja el fenómeno populista, ya que reducir su comprensión a las técnicas de gobierno dificulta la comprensión de las causas históricas de su auge. Adicionalmente esta teoría populista de populismo como “estrategia de gobierno” se queda corta a la hora de explicar populistas europeos, que operan en sistemas comúnmente parlamentaristas muy consolidados institucionalmente. Ello nos impide entender por qué el ascenso global del populismo que atestiguamos hoy, que parece trascender las categorías de régimen gubernamental y solidez institucional.

Ahora, habiendo mencionado estos dos enfoques muy difundidos pero limitados para la comprensión del fenómeno, podemos contraponer un enfoque más amplio que logra dar con las razones históricas que explican el resurgir meteórico del populismo, y que encaja como marco conceptual amplio de comprensión más o menos global del proceso populista. Dicho enfoque lo podemos denominar como la lógica ideacional, concebido desde autores como Laclau y Mouffe (1987) y profundizado de forma más contemporánea por Mudde y Kaltwasser (2019). El eje central para comprender ideacionalmente el populismo son los conceptos de cosmovisión y ontología. La cosmovisión populista, en brochazos amplios, es un lente de interpretación de la realidad, una “creencia general sobre cómo la política y el universo opera. El populismo ve la política como una lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas de un mal consciente y diabólico; por lo tanto, es maniquea o dualista” (Hawkins & Rovira Kaltwasser, 2017, pp. 3-4). La ontología populista, su esencia, yace en la comprensión de

voluntad cosificada de la gente del común que constituye el grueso de la ciudadanía; vistos como la encarnación de la virtud democrática. Eso yuxtapone esta noción de pueblo con un grupo de élites igualmente cosificado, a quien considera que apunta secretamente a subvertir la voluntad popular con fines egoístas (Hawkins y Rovira Kaltwasser, 2017, p. 4).

Entender de manera más filosófica y teórica el marco amplio del populismo permite una definición más específica y articulada “que un mero conjunto de rasgos de personalidad [solapamiento usual con los caracteres de líderes populistas y caudillistas], mas no tan consciente y programática como la ideología” (Hawkins & Rovira Kaltwasser, 2017, p. 3). El no circunscribir la lógica ideacional del populismo a una ideología determinada permite considerar distintos tipos de populismo dentro del fenómeno mayor. Permite encontrar las causales comunes entre el populismo “inclusivo” cercano al socialismo en movimientos como Podemos en España, el laborismo de Corbyn o el gobierno de Chávez, con los fenómenos populistas “excluyentes” más conservadores como el PiS en Polonia, Orban en Hungría o Trump en EEUU.

Vale la pena recordar entonces que, de acuerdo a Mudde y Kaltwasser (2019), el enfoque ideacional entiende al populismo como una ideología delgada, que en vez de ser una doctrina base para entender el mundo (como sí lo son el liberalismo, el comunismo, etc…), constituye un lente adicional que puede aplicarse en cualquier proyecto ideológico grueso. Pero inclusive con estos elementos de análisis, es clave matizar que el populismo se termina expresando en el discurso político como una retórica, un discurso de segundo orden (Norris, 2020) que se puede adscribir o instrumentalizar desde casi cualquier lugar del espectro político (al carecer el populismo “ex nihilo” de una visión de mundo más específica y elaborada como una ideología “gruesa” tal como el comunismo o el liberalismo proponen). No basta con considerar el populismo como ideología, sino como retórica.

Por tanto, pensar el populismo como retórica delgada facilita comparar los puntos comunes que influenciaron su auge, al prescindir parcialmente de los juicios normativos que teóricos como Laclau, Rancière, Butler o Mouffe sostienen en su defensa del populismo de izquierda como estrategia indispensable de la acción política emancipatoria y su ruptura con las lógicas liberales. Adicionalmente, este enfoque permite la comprensión empírica de la responsabilidad de las propias democracias liberales sin justificaciones ideológicas o negaciones de los déficits democráticos que facilitaron el auge de la actual ola populista. Este enfoque “ideacional retórico”, de esta forma, permite delimitar un proyecto político como populista cuando usa una retórica de confrontación del pueblo contra una élite poderosa, sin importar desde qué orilla o ideología gruesa se realice.

Como última adenda, es necesario aclarar que las “élites” a las que se enfrenta un movimiento populista son igualmente dinámicas dependiendo de la ideología gruesa del movimiento en cuestión. Las élites que dibuja un proyecto xenófobo como el GOP bajo Trump son las élites educadas y liberales que ven en la inmigración un sostén oportunista al poder electoral a la par que desdeñan al votante blanco de clase trabajadora, mientras que para un proyecto indigenista de izquierda como Morales plantean como élites a magnates blancos de la capital y el exterior, que buscan expoliar las riquezas legítimamente pertenecientes al pueblo indígena.

Crónica de una crisis anunciada

Aclarado entonces cómo se conceptualiza el populismo en este trabajo, vale la pena preguntarse y ahondar en la pregunta, ¿por qué estamos ante una oleada sostenida pero reciente de movimientos y líderes populistas? Es central plantear esta pregunta en clave histórica, comparando esta (¿cuarta?) oleada populista (al menos en América Latina) con sus previas expresiones.

En un primer lugar, los líderes populistas de la “primera oleada”, notablemente Juan Domingo Perón y Getúlio Vargas, tuvieron un rol “fundacional” en establecer y expandir la superestructura e instituciones de los estados argentinos y brasilero, respectivamente. Las condiciones económicas cada vez más desiguales traducidas en una inconformidad ciudadana creciente facilitaron el auge y empoderamiento de proyectos de nación que, si bien eran ideológicamente eclécticos, movilizaron a grandes bloques poblacionales que apoyaron sus agendas (Comparato, 2014). De esta manera, la primera oleada obedeció a lógicas ideológicamente más difusas, donde el líder populista aún estaba muy asociado a la figura del caudillo decimonónico.

Con respecto a las subsiguientes oleadas, a partir de la “ola rosa” en América Latina a inicios de los 2000, se pueden establecer más similitudes en cuanto a cohesión ideológica de los movimientos, mientras que de la primera oleada se puede observar que la agudización de las condiciones económicas de vida es un factor detonante que ha facilitado el surgimiento de movimientos populistas en la mayoría de momentos históricos. Más, ¿por qué razón las élites contemporáneas no vieron en el aumento de la desigualdad económica causa de alarma? La erosión de las prácticas e instituciones de la democracia liberal, incluso en sus bastiones más fuertes (nombradamente Estados Unidos, Francia, Alemania y en menor medida Reino Unido) arroja la pregunta de qué ha ocurrido con las instituciones liberales para que el auge de los populismos sea tan rampante. En primer lugar, es necesario tener en cuenta un elemento que desde la reacción de medios, partidos e instituciones hegemónicas se ignora enormemente: la excesiva confianza de las clases políticas liberales en la estabilidad del sistema.

El dar por segura y establecida la democracia liberal es un comportamiento de vieja data en las democracias liberales (Malaparte, 2017,), aunque la creencia que confiere excesiva confianza en la estabilidad del sistema político no se limita a la democracia, siendo de hecho bastante común en la permanencia y buen funcionamiento de regímenes y estructuras sociales establecidas por un período prolongado de tiempo (Spengler y Ortega, 1958). Ahora bien, las características puntuales de la “sobreconfianza” en la democracia liberal post-soviética arrojan luces muy puntuales sobre qué actitudes, prácticas y paradigmas han sido centrales en detonar y provocar la presente ola populista.

De esta forma, para poder conceptualizar la sobreconfianza en la democracia liberal  contemporánea, hay que revisar la reestructuración histórica de la misma, dada en la década de  los noventa, posterior a la caída de la Unión Soviética y el declive de las instituciones  socialdemócratas pilares del Estado del bienestar en Occidente (Hobsbawm, 1998), que desde  las administraciones de Ronald Reagan y Margaret Thatcher crearon nuevos imaginarios sobre la democracia, el rol del Estado y, marcadamente, su relación con el capitalismo desregulado (Klein, 2011). El descrédito del modelo de Estado intervencionista en conjunto con el vínculo creado por estas nuevas élites entre capitalismo de libre mercado y la democracia (Friedman, 1992) dieron como resultado un paradigma institucional y de gobierno gerencialista, tecnocrático y tendiente hacia el sector privado, reflejado en corrientes administrativas hegemónicas surgidas en la década de los ochenta y noventa, como el New Public Management (Hood, 1991).

Paralelamente el auge del paradigma gerencialista de Estado, que consideraba la democracia inseparable del capitalismo de libre mercado, pudo fortalecerse y romper barreras ideológicas gracias al debilitamiento y colapso de su principal rival: la Unión Soviética (Hobsbawm, 1998).

Al desacreditarse los proyectos socialistas y socialdemócratas como “sistemas vetustos”, representantes ideológicos de la academia liberal, notablemente Fukuyama (1998), propugnaron la tesis del triunfo del liberalismo, del inicio de una era de hegemonía capitalista y liberal, tesis apoyada políticamente por las administraciones de Reagan y Thatcher, en especial el mantra de esta última de “there is no alternative”.

En este punto es vital dejar en clara la noción presente de “liberalismo” en sentido amplio, inclusive más apta de ser comprendida como expresión política-institucional del capitalismo contemporáneo, como máscara ideológica que legitima bajo discursos aparentemente naturales e inevitables la desigualdad rampante, desde campos académicos y mediáticos como la economía y ciencia política ortodoxa (Fisher, 2009). Así, el liberalismo al que nos referimos se asemeja más a una ideología instrumental a la perpetuación de las formas de producción y distribución del capitalismo contemporáneo; a través de la naturalización de las brechas, desigualdades y precarizaciones que acontecen hoy para la mayoría de la población. ¿Cómo? A través de lo que Brown denomina

“la compatibilidad abierta entre elecciones individuales y la dominación política, estando estos sujetos al alcance de la tiranía política o del autoritarismo precisamente porque están absorbidos en una provincia de elección y satisfacción de necesidades que confunden con libertad” (Brown, 2006, p. 702).

Por tanto, al empoderarse enormemente los grandes conglomerados financieros en conjunción con el aparente triunfo universal de la democracia liberal en los años noventa, el liberalismo se torna un conjunto de postulados sobre la inevitabilidad del capitalismo global como estructura económica cuasi teológica, así como sobre la renuencia a cuestionar la tecnocratización del sistema político precisamente por ser necesaria para la reproducción de su poder y estatus (Laurent, 2017).

Como suele ocurrir en las transformaciones sociales a gran escala, el nuevo paradigma sobre la inevitabilidad de la democracia liberal capitalista, ante el colapso del comunismo y el Estado del bienestar, fue un proceso polifacético, consolidado desde la administración pública, el sistema internacional y los imaginarios políticos hegemónicos (capitalismo como realidad incuestionable, gobernanza pública como asunto técnico que trasciende la ideología). Parafraseando a Chris Hedges (2011), con la desaparición de los contrapesos populares y socialdemócratas del Estado del bienestar, el auge de la meritocracia y la tecnocracia como bases de gobierno, y la imposición del consenso económico privatizador en los movimientos y partidos hegemónicos, las élites liberales plantaron las semillas de la crisis actual al contribuir directamente al déficit democrático y social que alimenta el auge actual del populismo.

Ahora, para comprender cómo la democracia liberal post-soviética (evitando usar el  farragoso término neoliberal) creó las condiciones que propician el actual surgir populista en  numerosos movimientos, partidos y gobiernos (ratificando la noción ideacional de populismo como ideología delgada), se analizará desde distintas esferas institucionales (sistema  internacional, administración pública, política económica, academia) cómo se incubaron las condiciones que hicieron del auge populista un fenómeno inevitable.

¿Entes fuera de nuestro alcance?

Como primer punto, a nivel del sistema internacional, la creación y empoderamiento de organismos supranacionales en la década de los noventa (notablemente la OMC y el FMI) se caracterizaron como organismos que en sus estructuras tecnocráticas creaban políticas indistintamente de las poblaciones nacionales, bajo criterios eminentemente instrumentales a los intereses trasnacionales privados (Hobsbawm, 1998). Considerar las políticas de comercio internacional y el diseño de ajustes estructurales que privatizaron el Estado del bienestar (tanto en el norte como en el sur global) como asuntos técnicos no sujetos a discusión o votación popular actuó en detrimento del poder decisional nacional y de las respectivas poblaciones, sin acceso a la mayoría de organizaciones supranacionales, ante tecnócratas que no representaban (ni buscaban hacerlo) los intereses del ciudadano de a pie (Klein, 2011).

De esta manera, la imposición de políticas económicas tendientes a la liberalización, privatización y financierización de la economía (que en Latinoamérica tomó la forma del “Consenso de Washington”) (Mudde y Kaltwasser, 2019, p. 166), redujo enormemente la agencia ideológica de la mayoría de partidos y movimientos que entraron a formar gobiernos. El “despolitizar” las políticas económicas, desdibujando las diferencias entre partidos dio como resultado que tanto oficialistas como opositores adoptaran las mismas posiciones en cuanto a diseño de políticas públicas, contribuyendo a la desafección ciudadana con el grueso de partidos institucionales al verse estos “vaciados de rasgos ideológicos e identitarios” (Levitsky & Zavaleta, 2016, p. 423). Paralelamente, esta “despolitización” de la administración pública no podría haberse consolidado sin su componente organizacional y cultural, nombradamente, la institucionalización de la tecnocracia y el gerencialismo como pilares del sistema. Sin tecnócratas y gerentes públicos para prestar soporte intelectual y académico al sistema, la democracia liberal post-soviética no adolecería de la sobreconfianza en sí misma que hizo de su actual crisis un evento inusitado para muchos.

La cuestión de los tecnócratas

La figura del tecnócrata es por antonomasia proclive a la sobreconfianza en el sistema por ser el operador idóneo en el capitalismo contemporáneo. No obstante, para comprender cómo la tecnocracia y los supuestos ideológicos que contiene han incidido en el furor populista actual, hay que dejar en claro que el tecnócrata no es una figura nueva en la historia política. Georg Lukács, ya en 1923 había advertido de la tendencia hacia el aislamiento en disciplinas académicas instrumentales en el funcionamiento de la superestructura social, tales como el Derecho y la Economía, afirmando que “así nacen complejos fácticos aislados, campos parciales con leyes propias, que ya en sus formas inmediatas de manifestación parecen previamente elaborados” (Lukács, 1985, p. 63). Dicha preocupación por la constitución de disciplinas “técnicas” que menosprecian lo político e ideológico, por considerarlas categorías anacrónicas, encontró su cenit en la escuela de Frankfurt y en su crítica a un capitalismo que instrumentalizó razón, ciencia y técnica en términos de la eficiencia y la optimización de beneficios (Horkheimer, 2002). Para la comprensión empírica de qué constituye la tecnocracia gerencialista característica de la gobernanza contemporánea, nos serviremos de la definición propuesta por Centeno & Wolfson (1997), construida a partir de la observación de los puntos en común de las democracias occidentales:

La dominación administrativa y política de una sociedad por:

  1. Una elite cohesiva con formación especializada, que afirma ser capaz de maximizar el bienestar colectivo mediante la aplicación de un conjunto de técnicas racionales instrumentales y de criterios de éxito; -un grupo de instituciones estatales que adhieren a un cierto modelo técnico-analítico y que, merced al control de los recursos decisivos requeridos por el régimen, procuran imponer la primacía de su perspectiva organizativa a todo el aparato administrativo;
  2. La hegemonía de un solo y excluyente paradigma de políticas públicas, basado en el uso teóricamente óptimo de los recursos y en la preservación de estabilidad del sistema. (p. 222)

Los propios autores manifiestan que esta lista es muy general y que en la mayoría de Estados no se refleja en su totalidad (al combinarse, por ejemplo, en Colombia, con prácticas gubernamentales clientelares), pero la base se sostiene en el paradigma gerencialista de administración pública propio de las democracias liberales postsoviéticas, el manejo técnico de las instituciones del Estado con la finalidad de maximizar el rendimiento y la eficiencia. Así, el otorgar enorme poder decisional a una pequeña élite profesional, que opera un Estado bajo principios empresariales de maximizar beneficios, es una causa clave del déficit democrático que ha propiciado el auge populista. Ello debido al descontento que genera en una ciudadanía que se siente abandonada y manipulada por élites ajenas a sus vidas cotidianas (Mudde y Kaltwasser, 2019. No obstante, los supuestos propios de la tecnocracia y el gerencialismo son vitales para entender la facilidad y la celeridad con la que populistas, desdeTrump hasta Iglesias y Le Pen, pudieron consolidar triunfos electorales.

Ello debido a que, de forma muy contradictoria, el pilar ideológico de la tecnocracia contemporánea es el rechazo de la ideología por considerarse un “obstáculo”, pasando la solución por la “racionalidad” y el ser “apolítico” (Burnham, 1960). Los teóricos pilares de estas formas de gobernanza, como Giddens, Beck y Rosanvallon, que consideraban “superados” los antagonismos ideológicos y de clase, si bien buscaban modernizar la democracia de la posguerra fría, fueron ingenuos al pensar que los antagonismos de clase eran “cosa del pasado” (Mair, 2013). Y, paradójicamente, las políticas de privatización, desregulación y exenciones fiscales corporativas, junto con el diseño institucional gerencialista del modelo de Estado post-Estado del Bienestar, poseen una carga ideológica clarísima. La negación liberal de las ideologías y los grandes proyectos teóricos es una tendencia reciente, y que, sin embargo, en su favorecimiento del interés corporativo trasnacional, de la precarización y del monitoreo poblacional, no podría ser más ideológico (Shklar, 2020). Ningún acto o decisión política puede estar “libre de ideología”, ya que hasta en la decisión más técnica hay presupuestos, nociones y sesgos sobre la realidad social, y en los casos donde se busca su negación suelen haber propósitos instrumentales de por medio.

Operar bajo criterios de pura eficiencia, productividad, flexibilidad del capital humano y, en suma, operar un Estado democrático como una empresa, hace parte, en todo caso, de un proyecto político que aumenta gravemente los ya existentes déficits democráticos. Y la formación tecnocrática, con sus rechazos de lo político e ideológico, no pudo estar menos preparada para la eventual explosión de grandes sectores de la población que sencillamente encontraron en diversos movimientos populistas visiones de país que, “desde el nativismo xenófobo hasta el caudillismo indigenista” dieron respuestas políticas e ideológicas a la ciudadanía en búsqueda de un proyecto político e identitario (Mudde y Kaltwasser, 2019, pp.133-134).

Confiar ciegamente en que la “tercera vía” y el liberalismo despolitizado serían aceptados sin más por una ciudadanía que ahora operaba como “clientes”, y que un Estado “prestador de servicios” sería la institución democrática más satisfactoria ha sido sin duda un factor determinante en el declive de la democracia liberal que atestiguamos, para bien y para mal (Alizada et al, 2020). Llegados a este punto, señalar con el dedo acríticamente y tildar a “los populistas” como responsables del declive de la democracia liberal ignora cómo los propios dirigentes, administradores y defensores del orden democrático postsoviético creó por acción e inacción las propias condiciones de su crisis.

El elefante en la habitación

Habiendo analizado la incidencia de la cultura tecnócrata sobre la pretensión de despolitización de las estructuras políticas, es imperativo entender el fenómeno subyacente que en el grueso de la opinión pública ha normalizado una noción de sociedad que “rechaza las ideologías” al mismo tiempo que opera bajo una razón e ideología instrumental al capitalismo desregulado (Laurent, 2017). Dicho fenómeno (parcialmente) es la imposición de la meritocracia y el rol central que los conceptos de merecimiento y responsabilidad personal han tomado en las discusiones actuales sobre redistribución, representación y acción política.

Congruente con el giro sociológico hacia el individualismo extremo en todas las esferas de la vida propio de los ochentas y lo noventas (Hobsbawm, 1998), los imaginarios políticos que introdujeron como punta de lanza Reagan y Thatcher tenía como elemento central la promoción de la “responsabilidad personal”. Individualizar la pobreza, el desempleo y la precariedad funcionó como técnica de desviación de responsabilidad del Estado y las instituciones a las decisiones individuales (Sandel, 2020). Y desplazando la base de las discusiones sobre la justicia de redistribución a las oportunidades de ascenso social frenó las demandas de redistribución colectiva, normalizando la noción de “[ayudar únicamente a las personas] sin culpa alguna de su parte” (Sandel, 2020, p. 85). Adicionalmente, la estigmatización de quienes “recibían ayudas” y “habían tomado decisiones incorrectas” fortaleció la atomización de la sociedad, asentando la idea de que quienes tenían poder político técnico o una enorme concentración de riquezas lo merecían justamente, debido a su labor o educación (Mankiw, 2010). Ahora, añadir el componente del mérito como base fundacional de una sociedad es inherentemente una bomba de tiempo.

El sociólogo Michael Young (2017) predijo hace ya varias décadas que la meritocracia no se reduce a su rostro amable de “recompensar el esfuerzo”, siendo su contraparte inevitable un gran porcentaje poblacional doblemente resentido y odioso ante el éxito de unos pocos y el recordatorio constante de que “tu fracaso es responsabilidad tuya”, como elabora Sandel (2020), al menos en el caso estadounidense. Al pretender darle un respaldo ético al Estado liberal que ya no distribuía beneficios como el antaño Estado de Bienestar, la meritocracia ha envenenado la cultura y el discurso político público en la mayoría de democracias. Ello se refleja en la exacerbada soberbia de las élites formadas y gobernantes, convencidas de su “trabajo duro” como única causa de su poder y privilegios y unas clases trabajadoras precarizadas cuya frustración ha explotado violentamente en la actual revuelta populista (Mounk, 2017). La retórica liberal que ha implementado soluciones superficiales a las transformaciones socioeconómicas que han empeorado la situación de cientos de millones, notablemente la salida que se reduce en política pública a “mejoremos las credenciales educativas de los trabajadores para que también ellos puedan competir y ganar en la economía global” (Sandel, 2020, p. 114).

Nos encontramos entonces con que negar las causas estructurales de la pobreza, precariedad y desigualdad que presenciamos hoy, con “discursos tapadera” que responsabilizan al pobre de su pobreza, al tiempo que justifican los déficits democráticos con la necesidad de “tener solo personas educadas” (como una de múltiples facetas del discurso meritocrático) en los órganos políticos, ha sido el cóctel perfecto para el estallido populista. La meritocracia ha alimentado proyectos populistas que se apropian de la frustración de una ciudadanía empobrecida, aislada y que se le ha buscado despolitizar. Y lo peor es que el proyecto meritocrático y las pretensiones tecnocráticas sobre el Estado ni siquiera ha cumplido con sus promesas de eficiencia. Ni la imposición de formas empresariales en la gobernanza ni la formación de profesionales especializados en la gestión técnica y económica del Estado contemporáneo han mejorado su funcionamiento y provisión de servicios para el grueso de la ciudadanía (Mazzucato, 2019). El proyecto democrático liberal contemporáneo, cuya vinculación a las lógicas capitalistas imposibilita reformas estructurales, es insostenible ante las demandas y repertorios de acción de una ciudadanía que aumenta su capacidad de “movilización cognitiva” y cada vez es más activa política e ideológicamente (Laurent, 2017).

Si bien sería sumamente reduccionista afirmar que la revuelta populista actual “borrará la democracia liberal capitalista de la faz de la tierra”, el impacto de los distintos movimientos populistas ya es tangible, por cuanto numerosos Estados, India, Hungría, Polonia, Brasil, Estados Unidos, por nombrar unos pocos, han visto fuertes retrocesos en su condición democrática. No obstante dichos retrocesos son preocupantes, y nos llevan al cuestionamiento por salidas, ante democracias liberales inoperantes y movimientos populistas que han aprovechado su moméntum y poder adquirido para desmantelar las instituciones liberales funcionales en la defensa de los derechos fundamentales (protecciones de minorías, contrapesos institucionales, libertades civiles y políticas), notablemente en los populismos de derecha (nativismo, chovinismo y suprematismo blanco), pero también en populismos de izquierda con rasgos caudillistas y autoritarios (Mudde y Kaltwasser, 2019).

Como conclusión preliminar, la crisis de la democracia liberal se debe en gran parte a la despolitización y tecnificación que las clases políticas y empresariales han pretendido implementar, mayoritariamente debido a los límites de participación y reforma estructural que impone el considerar el capitalismo como indisoluble de la propia democracia. Ahora bien, muchas de las alternativas populistas y sus ideologías huéspedes ofrecen autoritarismos y exclusiones que nos dejan en la situación donde, parafraseando a Gramsci (1999), el mundo viejo no muere del todo aún, pero el nuevo no se vislumbra en su totalidad. Y en ese vacío ideológico surgen los monstruos.

¿Quebrar las máscaras?

A lo largo del texto ya planteado he buscado indagar en esas causas estructurales del estallido populista que, incubándose durante las últimas tres décadas, han puesto en jaque los modelos democráticos liberales en gran parte del mundo. Mas como científicos sociales la mera descripción del fenómeno no es suficiente. Una pregunta elemental que surge es, ¿entonces qué hacer? De las observaciones y razones analizadas podemos bosquejar puntos centrales.    

Primero, coligar al capitalismo como base de la democracia degenera y cierra el nivel de acceso e impacto que la mayoría de la población puede tener en el sistema político (Streeck, 2014). Segundo, la posición de teóricos como Rosanvallon (2020) y Giddens (1991), al buscar una “democracia del centro”, “postpolítica” y que “trascienda los antiguos antagonismos” es ingenua sobre los muy reales antagonismos de intereses y clase que siguen presentes. Y dicha ingenuidad es instrumentalizada por el poder económico y corporativo, que ante la “superación de las ideologías” postula la técnica, el rendimiento y el “mérito” como criterios rectores de la sociedad. Tercero, el populismo no es homogéneo, y no todas sus versiones son equiparables, aun cuando parten de inconformidades populares similares. Siendo el populismo una ideología delgada y acoplable a cualquier proyecto ideológico grueso, los resultados e implementación de diversos movimientos populistas varían enormemente. Los proyectos populistas nacionalistas y de extrema derecha, como el FIDESZ de Orbán desmontan los aspectos valederos de la democracia liberal, en especial los derechos constitucionales y la protección de las minorías étnicas y sexuales, lo cual a todas luces es indefendible. Por estos populismos excluyentes es necesario ser críticos con las nociones de pueblo y élite que se construyen, ya que como Ravecca et al (2022), demuestran en el caso latinoamericano, los discursos populistas de derecha han empezado a construir nociones de élites peligrosamente excluyentes, con sectores sociales como el profesorado universitario y la población LGBTIQ+ siendo señalados  de “destructores de la familia tradicional mayoritaria” en lo que los autores denominan “interseccionalidad de derecha” que trasciende las fronteras nacionales en Latinoamérica. Si se construye o usa acríticamente la noción populista se corre el riesgo de cooptación por parte de proyectos excluyentes y violentos con aquellos sectores históricamente marginados.

Por tanto, la superación de las instituciones tecnocráticas e instrumentales de la democracia liberal capitalista no puede pasar por la aceptación acrítica de cualquier forma de populismo. En vez de ello, el proceso de democratizar la democracia ha de poseer en su núcleo la idea de pluralismo y conflicto simultáneamente para resolver los déficits democráticos existentes a la par que se sostienen aquellos principios liberales necesarios para una genuina emancipación e igualdad: la protección de las libertades civiles y políticas y las minorías históricamente excluidas.

El paradigma populista de teóricos como Chantal Mouffe, Ernesto Laclau y Judith Butler es clave entonces para formular una apuesta política que use el populismo como discurso y práctica para incluir en el Estado las demandas y necesidades de la población no representada por la tecnocracia instrumental al capitalismo (Mouffe, 2012). Aceptar que lo político es confrontación de intereses, clases e identidades es el primer paso para construir las “cadenas de equivalencia” de Laclau y Mouffe (1987) y poder imaginar un orden político menos desigual, menos jerarquizado y sin discursos que enmascaran lo que en realidad son intereses corporativos bajo imágenes de técnica y mérito.  

Las lógicas de despolitización y “tecnocratización” de la democracia operan bajo criterios instrumentales que buscan negar la realidad confrontacional e ideológica de lo político. Como  síntesis final, una propuesta emancipatoria incluyente ha de mostrar las intencionalidades de  estas ficciones, y usar tanto el populismo como los principios plurales liberales, para evitar que  los déficits democráticos de las últimas décadas sean instrumentalizados por regímenes autoritarios, y hasta que los movimientos de izquierda no se apropien de esa frustración  ciudadana, el populismo seguirá dando triunfos electorales a los reaccionarios que abrazan el uso electoral de la ideología. Rescatar los rescoldos democráticos existentes requiere de ello, y sin una reivindicación populista a gran escala del carácter ideológico de la democracia, el panorama en materia de derechos, libertades y condiciones materiales de existencia para la mayoría es oscuro.

Está claro que, siendo la política el reino del poder y lo posible, pueden configurarse múltiples salidas, pero la reclamación abierta de principios ideológicos, de proyectos de existencia que incluyan a las mayorías abandonadas por el statu quo y que brinden sistemas de creencia basados en el diálogo y la apropiación de lo colectivo se logra con mayor facilidad desde el populismo. Y a la izquierda, si realmente desea transformar las condiciones de existencia de ese pueblo precarizado, le conviene electoral y políticamente retomar las banderas de la ideología y la construcción explícita de un proyecto de nación.

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* Artículo de reflexión.

** Estudiante de Ciencia Política y Gobierno. Universidad del Rosario.