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Vivian Daniela Bahamón Díaz

Las “violencias” en el marco de las ejecuciones extrajudiciales

Las “violencias” en el marco de las ejecuciones extrajudiciales*

“Violences” in the context of extrajudicial executions

Vivian Daniela Bahamón Díaz**

Resumen:

El presente artículo propone observar al interior del derecho tres formas de dominación y violencia para comprender las ejecuciones extrajudiciales ocurridas en el marco de la política de seguridad democrática (2002 y 2010) en el gobierno de Álvaro Uribe, todo ello desde la perspectiva crítica de Walter Benjamin y Etienne Balibar. Primero, se expondrá la violencia estructural a partir del derecho positivo; segundo, se abordará la violencia mítica desde el estado de excepción y; por último, se tipificará la crueldad desde el marginal o los excluidos radicalmente.  

Palabras clave: naturaleza, derecho, excepcionalidad, violencia mítica, crueldad y ejecuciones extrajudiciales.

Abstract:

This article, from the critical perspective of Walter Benjamin and Etienne Balibar, proposes to examine three forms of domination and violence within the law in order to understand the extrajudicial executions that occurred within the framework of the Democratic Security Policy between 2002 and 2010. First, structural violence is exposed from the perspective of positive law; second, mythical violence is addressed from the point of view of the state of exception, and finally, cruelty is typified from the standpoint of the marginalized or radically excluded. 

Keywords: nature, law, exceptionality, mythical violence, cruelty and extrajudicial executions

Tras la premisa de que el derecho permite atenuar toda violencia en la sociedad, la comprensión liberal cree que este, como horizonte de sociedades organizadas y pacificadas, se aplica sin ningún problema sobre realidades donde la paz ha sido instaurada (Habermas, 1998), mientras define la violencia como el fenómeno que ocurre externo al orden normativo. Es decir, proveniente de interacciones conflictivas que están afuera del derecho. En esta lógica, tener un Estado con instituciones fuertes para mitigar el conflicto (Wills, 2015) es uno de los objetivos más importantes de las políticas de gobierno, por ejemplo, para el caso de Colombia.

Desde la perspectiva liberal es posible decir que la Política de Defensa y Seguridad Democrática (PDSD), al ser una política de gobierno que plantea las directrices en materia de defensa desde la rama ejecutiva —en cabeza del Ministerio de Defensa y la Presidencia de la República—, respondió a la necesidad de fortalecer el Estado de Derecho bajo el argumento de recuperar el orden en todo el territorio a partir de: “la seguridad como el bien común por excelencia de toda la sociedad.” (MinDefensa, 2003, p.12). Una perspectiva liberal en términos teórico-políticos apreciaría que todo intento por preservar el orden en una sociedad radica en pacificar las relaciones humanas a partir del imperio de la ley positiva. Sin embargo, este artículo pone en cuestión la anterior lectura porque existe un momento en la historia de Colombia, conocido como las ejecuciones extrajudiciales, donde se debe sospechar de aquella política de gobierno que apela a la recuperación del orden en todo el territorio bajo la consigna de ‘preservar la seguridad’ (MinDefensa, 2003).

Para comprender el fenómeno de las ejecuciones extrajudiciales, más allá del liberalismo, propongo que nos detengamos y pensemos en un esquema teórico de análisis que nos permita comprender su racionalidad. Así pues, la pretensión de este artículo es entender las ejecuciones extrajudiciales más conocidas como falsos positivos[1] a partir de unas tipologías de las violencias desarrolladas por Walter Benjamin (2009) y Etienne Balibar (2005), es decir, siguiendo la idea según la cual las ejecuciones extrajudiciales se pueden enmarcar alrededor de cierta comprensión del derecho y de cómo este se consolida en determinados momentos de la historia como la formación de los Estados nación.

En primer lugar, intento exponer la violencia estructural que trae consigo el derecho positivo desde el punto de vista de Walter Benjamin (2009), en donde se aborda la distinción entre violencia legítima (actos con fines de derecho) y violencia ilegítima (actos con fines naturales) y se caracteriza la violencia explícita y la simbólica puesta en marcha para la reproducción del sistema jurídico que es, a su vez, el derecho positivo.  En segundo lugar, trabajaré la excepcionalidad partiendo del Estado de excepción de Carl Schmitt (2009) y profundizando en la exclusión inclusiva de Agamben (2004), con la intensión de mostrar que existe una frontera indeterminada que da origen a la violencia mítica desde la dialéctica entre fundación y conservación del orden jurídico, caracterizada por Benjamín (2009). Por último, daré cuenta de una forma de violencia que excede la violencia estructural basándome en Balibar (2005), la caracterizaré como crueldad, para eso, tipificaré esta última como un tipo de violencia particular que se ejerce sobre aquellos cuerpos excluidos de manera radical de la sociedad para observar cómo esta crueldad desencadenó en Colombia múltiples formas de violencia, desde el “terrorista muerto o capturado” hasta la generación de los falsos positivos.

Violencia estructural

A juicio de Benjamín (2009), el derecho positivo adquiere eficacia a partir de la distinción entre actos con fines naturales y actos con fines de derecho, en la medida que dicha diferenciación es el fundamento que posiciona al derecho positivo como la máxima autoridad legal. Por eso, a diferencia del derecho natural que se justifica bajo la lógica de los fines, el derecho positivo se justifica a través de la razonabilidad de los medios, en palabras del autor: “mientras el derecho natural aspira a ‘justificar’ los medios a través de la justicia de los fines, el derecho positivo tiende a ‘garantizar’ la justicia de los fines a través de la legitimidad de los medios” (Benjamin 2009, p.36).

El derecho positivo tiene, entonces, la facultad de distinguir al menos dos clases de violencias. Por un lado, el filósofo alemán muestra que existe una legítima y justificada que usa los medios del derecho para entenderse como justa, ordenada y defensora de la libertad y, por otro, asegura que hay otra ilegítima basada en actos con fines naturales donde sus aspiraciones son banales, injustas y pasionales. Benjamin (2009) hace ver que detrás de la oposición entre violencia y no violencia existe, más bien, una oposición entre violencia justificada e “histórica”, contraria a una violencia identificada como “natural” que, por lo tanto, carece de justificación.

Principalmente, la violencia estructural decide arbitrariamente cuándo y dónde tiene lugar un acto con fines naturales y otros con fines jurídicos. En esa medida, Balibar  (2005) observa que la violencia estructural es la fuente originaria que moldea tanto la percepción colectiva sobre la violencia más explícita, perceptible y consensuada, como la violencia subjetiva, pasional y sin razones, con el fin de ser reconocida legítimamente, es “una opresión inherente a las relaciones sociales que quiebra las resistencias incompatibles con la reproducción de un sistema. En ese sentido, forma un todo con la duración del sistema, a menos que la acompañe como su sombra” (Balibar, 2005, p.36). De modo que, desde la violencia estructural se produce una frontera de sentido que determina con su propio juicio si un acto de este tipo puede entenderse como justo o injusto, por eso, el derecho como forma de violencia objetiva o estructural se anticipa por medio de arquetipos míticos: “recurriendo al discurso que contiene ya el relato del antagonismo junto a episodios recurrentes” (Balibar, 2005, p.112) para legitimar su violencia frente a otras y poder reproducir el orden jurídico de su conveniencia. Tras esta aclaración, se puede decir que, lo que para Benjamin (2009) hace posible al derecho positivo mismo es equiparable a la violencia estructural como la entiende Balibar (2005).      

Ahora bien, la distinción entre historia y naturaleza plantea la necesidad de incluir a aquellos que están excluidos con el propósito de asegurar la vigencia del sistema jurídico; y, además, es importante mencionar que los fines de derecho no pueden perdurar si los individuos que habitan por fuera de él ejercen fines naturales. En esta medida el derecho positivo pretende convertir a cada individuo en ‘sujeto jurídico’ para garantizar la vigencia de las relaciones jurídicas, puesto que “el derecho observa que la violencia a disposición de individuos es un peligro capaz de socavar el ordenamiento jurídico” (Benjamín, 2009, p.28). De ahí que este tenga por objetivo monopolizar la violencia para protegerse a sí mismo, pues le resulta necesario incluir aquello que está excluido para conservar su perpetuidad. Benjamin (2009) explica, de manera plausible, cómo para la consolidación del derecho y de su legitimidad resulta de gran relevancia tratar, de alguna manera, a los excluidos por el riesgo que representan para la consolidación de esa comunidad amparada por los mecanismos del derecho:

 La figura del ‘gran’ criminal despierta sagrada admiración en el pueblo, pese a lo atroz que hayan sido sus fines. No se debe al hecho en sí, sino a la violencia de la que el pueblo es testigo. En tal caso, la violencia, que el derecho actual intenta sustraerle al individuo en todas sus prácticas, aparece realmente como una amenaza y, cuando el derecho es derrotado, provoca en la multitud aún más simpatía en contra de él. (Benjamín, 2009, p.39)

De acuerdo con sus palabras, se podría decir que la PDSD con el propósito de conservar su perpetuidad transformó la figura de los insurgentes, de grupos de individuos excluidos, y  sin embargo, capaces de poner en duda el sistema jurídico, en dos sentidos: por un lado, los incorporó como desmovilizados o caídos en combate para asegurar el ordenamiento jurídico establecido por esta política y, por el otro, los excluyó bajo la figura del terrorista como la violencia con fines naturales que habría que combatir para siempre. Por consiguiente, reconocer la existencia de un contrapoder (la insurgencia) trae consigo una reflexión sobre la amenaza al derecho impartida por los individuos que habitan fuera de este. Al respecto, se puede decir que la PDSD replanteó la fuerza guerrillera (que pretendía cambiar el orden estatal) minimizando sus pretensiones a un mero interés económico que atentaba contra el bien común, por esta razón la PDSD fijó un enemigo al que debían combatir de tres maneras: incluyéndolo (bajo la modalidad de desmovilización individual), encarcelándolo o aniquilándolo.

Para proteger la vigencia de sus relaciones jurídicas, las tres formas de contrarrestar la parte excluida nos arrojan a la idea crucial que concibe la PDSD. Si bien, esta política buscó dejar a un lado el reconocimiento de la justicia de la lucha armada en contra del Estado, al definirla como mera amenaza terrorista; fue la violencia estructural, propia del derecho, la cual calificó de irracionales las acciones dentro de la guerra irregular (guerra de guerrillas) colombiana e interpretó la concepción de sus actos, enteramente, como actos con fines naturales y, en efecto, su lucha fue rebajada a intereses personales y deseos económicos. Al darles el calificativo de terroristas, con la violencia estructural no solo los excluyó del sistema jurídico, sino que eliminó su existencia en nombre del derecho. 

De acuerdo con la intención del derecho por corregir los actos con fines naturales, se cree que “la violencia se combate mediante una idealización de sus contrarios: derecho, justicia, respeto, amor”. (Balibar 2005 p.104). La PDSD en su discurso profundizó en la necesidad de actuar en nombre de la libertad, la justicia y el derecho para erradicar no solo las ideas que amenazaron a la comunidad jurídica sino a las personas portadoras de esas ideas obligatoriamente definidas y escritas, pero no identificadas con el orden recreado.  

Desde luego, terrorismo fue la palabra mayormente utilizada; una vez justificados sus fines como pasionales y sin fundamento, la PDSD agrupó en una sola categoría las ideas que cuestionaban su monopolio legítimo de fuerza. Por ejemplo, afirmó la dependencia entre finanzas ilícitas[2], actividades criminales y grupos ilegales para combatirlos más rápido bajo una acción y, por tanto, para el aniquilamiento.. 

Por lo anterior, la violencia estructural de la PDSD pone en marcha una frontera de sentido entre naturaleza e historia para combatir aquello que pone entredicho el derecho o la legitimidad del derecho. Como resultado, la violencia estructural en este caso se manifestó (1) acabar militarmente (matar) con todos los terroristas que representaban una amenaza tangible al sistema jurídico y (2) autoproclamándose como la manera legítima de preservar el ordenamiento jurídico. 

Excepcionalidad: la paradoja de la violencia mítica 

La excepcionalidad se puede definir como la capacidad jurídica, más no normativa, del soberano en tanto que: “escapa a toda determinación general, pero, al mismo tiempo, pone al descubierto en toda su pureza un elemento específicamente jurídico, la decisión” (Schmitt, 2009, p.18). En principio, la soberanía es entendida como la capacidad de decidir sobre el Estado de excepción, descalificando aquellas definiciones que intentan problematizar su significado como el desempeño de ciertas funciones tales como “(…) firmar la paz, declarar la guerra, nombrar las funciones públicas, ejercer la jurisdicción, conceder indultos, etc.” (Schmitt, 2009, p.16)  asumidas por el liberalismo y el Estado de derecho, de tal modo, que: “La esencia de soberanía del Estado, que más que monopolio de la coacción o del mando, hay que definir jurídicamente como el monopolio de la decisión.” (Schmitt, 2009, p.18), y el único criterio que precisa al soberano es la decisión de suspender el orden jurídico (la Constitución) para dominar cualquier situación (como propósito específico). 

Como ha de notarse, la configuración del orden jurídico más allá de la jurisprudencia, exige al soberano tomar posición (decidir) sobre los preceptos jurídicos, es decir sobre la suspensión de la norma que da forma a la zona indeterminada en donde su palabra es ley. 

Retomando la capacidad del Estado de excepción de suspender y construir orden, Schmitt (2009) nota que existe una paradoja y es que el soberano toma decisiones mientras va suspendiendo el imperio de la ley para asegurar que una sociedad bien ordenada tenga lugar, y, por lo tanto, también la aplicación de la norma. Sumado a esta paradoja, Agamben muestra que el Estado de excepción produce un orden en oposición a un “desorden” a una “violencia”, sin la cual no habría orden alguno. Veamos las siguientes palabras del autor: 

      […] lo que caracteriza propiamente a la excepción es que lo excluido no queda por ello absolutamente privado de conexión con la norma; por el contrario, se mantiene en relación con ella en la forma de la suspensión. La norma se aplica a la excepción desaplicándose, retirándose de ella. El Estado de excepción no es, pues, el caos que precede al orden, sino la situación que resulta de la suspensión de este. En este sentido la excepción es, verdaderamente, según su etimología, sacada fuera (ex-capere) y no simplemente excluida. (Agamben, 2004, p.30)

Luego de atestiguar la forma de la soberanía como poder de decisión, la aparición de una frontera gris trae consigo la creación de unos límites que si bien, aseguran la suspensión del orden jurídico, también atesoran su construcción. Esta frontera creada por el soberano, donde este: “al tener el poder legal de suspender la validez de la ley, se sitúa legalmente fuera de ella” (Agamben, 2004, p.27) permite inferir que el origen de la distinción entre naturaleza e historia trae consigo cierta arbitrariedad.

Así pues, antes de la distinción que hay entre violencia con fines de derecho (legítima) y con fines naturales (ilegítima), existe una violencia performativa y de carácter inmediato (manifestada en periodos puntuales) que transita entre el Estado de conmoción y los discursos presidenciales para definir qué es justo y qué es injusto, qué es razonable y qué es irracional. En otras palabras, la paradoja del Estado de excepción nos anticipa una condición: para que exista una distinción entre lo legítimo y lo ilegítimo es necesaria una voz soberana que declare la diferencia entre una cosa y la otra.

Una de las constantes del periodo en el que se recrudeció el enfrentamiento de las Fuerzas Armadas de Colombia en contra de las guerrillas fue precisamente la apertura formal o discursiva del Estado de excepción. El discurso de Álvaro Uribe como candidato presidencial en 2002[3] apeló al Estado de conmoción (estabilidad institucional y protección de ciudadanos) y se dispuso a ejecutar prácticas excepcionales. Asimismo, en su primer discurso como presidente el gobierno colombiano combatió la idea del terrorismo[4], protegió a los considerados ciudadanos e invirtió en las fuerzas militares, todo en nombre del orden como libertad e igualdad, y la seguridad mediante la ley (Min Defensa, 2003).  Del mismo modo, ya hablando de las medidas que tomó Uribe una vez en la presidencia, en el Decreto 1837/02, Merlano (2016) encontró que el Estado de conmoción se fundamentó en palabras precisas: perturbación, seguridad del Estado, convivencia ciudadana y defensa de derechos individuales (p.49).

La violencia simbólica de trasfondo en el discurso del mandatario muestra que: “con su lenguaje firme y violento, Uribe logró vender su idea de que acabaría con la guerrilla y sacaría al país de una guerra que llevaba ya medio siglo” (Merlano, 2016, p.71). Esto es evidencia de lo que la PDSD entiende por amenazas contra el objetivo general, Estado de derecho y autoridad democrática. Más aún la distinción entre el beneficio de unos y el perjuicio de otros es la base de una nueva violencia que se alimenta de las creencias diferenciadoras cuando el poder se materializa, es decir cuando el poder soberano y arbitrario del Estado de excepción se manifiesta. Por eso, esta violencia simbólica es propia del Estado de excepción.

En resumen, la eficacia del Estado de excepción es crear un adentro y un afuera de la comunidad jurídica definida a criterio del soberano para asegurar la vigencia del orden jurídico y, en efecto, los discursos del entonces mandatario muestran que, de manera constante, se acudió a la excepcionalidad. En esa medida, los ejemplos anteriores hacen notar que la violencia que instituyen las prácticas de excepción no es física sino simbólica. Los discursos que amparan la PDSD se centran en trazar esa frontera en el mundo simbólico. Bajo la estela del crimen por parte de los alzados en armas se buscó excluirlos de todo tinte razonable o altruista e, incluso, humano.  

Hasta el momento se pueden identificar dos niveles en torno a la comprensión de la violencia: una ilegítima que se opone a una violencia con fines de derecho y, un segundo nivel más fundamental y estructural que concierne a la violencia del Estado de excepción que tiene una eficacia simbólica, la de producir una frontera de sentido que asegura que un ordenamiento determinado tenga vigencia. 

Si bien, “soberano es quien decide sobre el Estado excepción” (Schmitt, 2009, p.13), Agamben propone que la excepción soberana es una forma de violencia paradójica porque aplica las normas desaplicándolas, lo que conlleva a entablar una relación muy compleja con lo que ella misma excluye. Veamos: 

Lo que define el carácter de la pretensión soberana es precisamente que se aplica a la excepción desaplicándose, que incluye lo que está fuera de ella. La excepción soberana es, pues, la figura en que la singularidad está representada como tal, es decir, en cuanto irrepresentable. Lo que no puede ser incluido en caso alguno, se incluye en la forma de la excepción.  (Agamben, 2004, p.38)

Para Agamben esta violencia que trae consigo el Estado de excepción no está adentro ni afuera del ordenamiento jurídico, más bien se trata de una zona gris que produce una frontera entre lo justo y lo injusto. En esta zona, se borra la distinción entre hecho y derecho, dentro y fuera, naturaleza e historia. Es decir que la violencia del Estado de excepción es la más fundamental de todas porque para producir la frontera de sentido entre legitimidad e ilegitimidad, tiene que ubicarse en una zona de indistinción donde la voz del soberano no está condicionada por ningún imperativo.  

Ahora bien, “esa potencia de la ley de mantenerse en la propia privación, de aplicarse desaplicándose” (Agamben, 2004, p.43) corresponde a la relación dependiente entre derecho y excepción. En principio, este autor entiende el derecho como el poder integrador de las distintas identidades[5] dentro una misma realidad. Sin embargo, el autor italiano advierte que la interpretación del derecho implica abandonar la ley, en tanto el soberano es quien decide la forma de esa realidad y la manera de implementar el derecho, “en este sentido realmente el derecho ‘no tiene por sí mismo ninguna existencia pero su ser es la vida misma de los hombres’.” (Agamben, 2004, p.42). Lo que se traduce en la aplicación sobre los cuerpos y la desaplicación de la ley.     

Mediante los decretos con fuerza de ley, el soberano, no inscrito en el derecho y, al mismo tiempo asegurándolo, interpela las vidas humanas que encarnan el espacio indeterminado, la zona anónima, la frontera de sentido, la exclusión inclusiva para convertirlas en vidas sin valor que solo sirven para conservar el orden jurídico. Así que, esta aproximación al derecho y al Estado de excepción tiene como consecuencia una política sobre la vida que define qué es digno de ser político y que no lo es; precisamente, esta determinación simbólica sobre las vidas de los sin parte presuponen la eficacia del Estado de excepción. En palabras de Agamben (2004):    

La vida, que es así ob-ligada, implicada en la esfera del derecho, puede serlo, en última instancia, sólo a través de la presuposición de su exclusión inclusiva, solo en una exceptio. Hay aquí una figura límite de la vida, un umbral en el que esta está, a la vez, dentro y fuera del ordenamiento jurídico, y este umbral es el lugar de la soberanía.  (p.42)  

Volvamos entonces a Benjamin (2009), esto que comprende Agamben (2004) y Schmitt (2009) como excepcionalidad es lo que el filósofo alemán explica como violencia mítica. Principalmente, la violencia mítica es la apertura a una zona de indeterminación porque funda y conserva formas jurídicas mientras, de manera óptima, en su ejercicio dialéctico asegura la pervivencia de la aplicación de un conjunto de normas al crear y recrear el orden jurídico recién constituido, pues “la fundación de derecho aspira a establecer, con la violencia como medio, aquel derecho como su fin. (...) en nombre del poder, instaura un fin necesario y profundamente ligado a ella”.  (Benjamín, 2009, p.55). Este autor nota que la manifestación mítica de la violencia es moldear la percepción de la realidad (suspende la norma) y lo que en conjunto se acepta por violencia.

Como ejemplo de la violencia mítica, Benjamín (2009) propone los edictos de ley o los decretos con fuerza de ley que elaboran su propio orden jurídico y conservan derecho en la medida que “su función específica no es promulgar leyes, sino edictos con pretensión de ley. Y es conservadora en el sentido de que está a disposición de aquellos fines” (p.45). Por eso, no es extraño que la violencia mítica, al igual que el derecho positivo, defienda la necesidad de tener violencias legales y legítimas para atesorar la fuerza y el orden del Estado. 

Esa zona de indiferenciación (producto de la fundación y conservación del orden jurídico) entre la norma y el hecho, entre lo justo y lo injusto, se vio manifestada en la táctica de las fuerzas militares durante el combate contra las FARC-EP. Como se evidenció en el segundo apartado, la PDSD estableció que las Fuerzas Armadas debían desvincular al guerrillero de cualquier forma, a partir de tres posibilidades: incluir al guerrillero desmovilizado, encarcelarlo o aniquilarlo en defensa de un orden jurídico.

Respecto a esto, las órdenes militares demuestran que el Ejército Nacional fundó ley a través de documentos legales (órdenes de operaciones, misiones tácticas y órdenes de operaciones fragmentarias) que autorizaban desde traslados de las unidades militares hasta dádivas entregadas a soldados y ciudadanos. Este hecho, por un lado, demuestra que la institución militar fue fundadora de derecho cuando se constituyó a sí misma como ley, sin ser, en estricto sentido un órgano legislativo porque escoge los supuestos enfrentamientos y decide las bajas presentadas y registradas en la documentación oficial. Por otro lado, la entera disposición institucional con el respaldo del gobierno expone la pretensión de conservar el orden jurídico cuando públicamente el presidente justifica de cierta manera las prácticas de excepción por parte de los militares. Por ejemplo, cuando se aseguró que “los jóvenes desaparecidos en Soacha, fueron dados de baja en combate (...) No fueron a coger café, iban con propósitos delincuenciales y no murieron un día después de su desaparición, sino un mes más tarde.” (El Espectador, 10 de diciembre de 2008).

Como se pudo evidenciar, la suspensión de la norma no establece un afuera de ella, sino un espacio de indistinción donde cualquier cosa puede pasar para asegurar la vigencia del derecho. Por esa razón, se infiere que el derecho se funda en el hecho y, en esta medida, la violencia mítica es excepcional. Por ejemplo, desde los hechos que anteceden a la PDSD, es posible ver la manera inmediata en la que el nuevo gobierno adoptó medidas “necesarias” y urgentes para recuperar el control territorial; así pues, decretar Estado de conmoción fue el comienzo de una política gubernamental que fundó derecho.

La violencia mítica en acción, es decir, la del Estado de excepción en su intención de garantizar la vigencia del ordenamiento jurídico, posibilita al funcionario de la ley el uso ilimitado de violencia. De acuerdo con esto, la PDSD abrió un espacio hacia la zona de indiferenciación cuando perfeccionó a través de medidas jurídicas el proceder de las Fuerzas Militares, pues otorgó a cada comandante la idoneidad de decidir a juicio propio lo que era justo o injusto dentro del campo de batalla y, así, una vez creada la zona indeterminada de la aplicación de la ley, los comandantes dictaron la última palabra que validaba las órdenes militares donde se autorizaba la movilidad de los soldados a los frentes de batalla[6].

Finalmente, instituida en los criterios jurídicos ya mencionados, la violencia mítica fue visible cuando la política de gobierno fundó una nueva realidad cimentada en fines injustos (terrorismo, financiación ilícita, etc.) que buscaba el exterminio de aquellos grupos ilegales y conservó esta realidad (por más de ocho años) popularizando la desgracia total de no combatir al terrorismo[7]

En resumen, la violencia mítica tiene la capacidad de ser sangrienta a pesar de ser meramente simbólica, porque garantiza la aplicabilidad del derecho al producir temor y generar obediencia. Por lo que en esta lógica se afirma que la racionalidad basada en fines y medios (los fundamentos del derecho positivo) busca y ejerce aquella paz que asegura la ausencia de conflictos, donde unos se encargan de obedecer y otros de mandar según el orden homogéneo profesado por el derecho (Benjamín, 2009). Ahora bien, la paradoja de la violencia mítica y, por lo tanto, del Estado de excepción introduce a la última forma de violencia, puesto que la preocupación de la violencia mítica por asegurar una frontera entre lo legítimo y lo ilegítimo instituye una zona gris donde la aparente distinción se vuelve indistinguible.

     Crueldad  

Para el filósofo francés Etienne Balibar, la violencia del derecho hace que en una sociedad se distingan tres tipos de “identidades”. El nivel que encabeza esta pirámide (podríamos llamarla social) la denominaremos la parte de la sociedad; aquí los humanos adquieren este nombre porque “son aquellos individuos contados por el derecho como sujetos con libertades individuales o derechos fundamentales” (Balibar, 2005, p.18).  

El segundo nivel, en contraposición al primero, son todas las colectividades que no cumplen con los requerimientos para ser parte de la sociedad reconocida por el derecho. Estas colectividades deben pasar por un proceso de inclusión, que se entiende como el proceso de ‘dialectización’ que incluye a esa parte excluida en una comunidad previamente instituida a través del derecho, pues este tendrá la necesidad de dialectizar estos sujetos para transformar efectivamente sus cuerpos invisibles a una definición objetiva (Balibar, 2005). Se podría decir que la PDSD a través del Decreto 2767/04 contempla la posibilidad de incluir o dialectizar la sin parte, es decir, a los miembros de los grupos armados organizados al margen de la ley, cuando decide modificar la Ley 848/99 y la Ley 789/02 para transformar la condición política del guerrillero y el paramilitar, en materia de reincorporación a la vida civil por vía jurídica, en tanto cumplan con la desmovilización voluntaria e individual y el aporte eficaz a la justicia (entregar información conducente y esclarecer delitos)[8]

El ultimo nivel es la apuesta teórica de este artículo sobre los tipos de violencia. Esta identidad se entiende como el nivel más bajo ocupado por un individuo en la sociedad, el residuo o lo que no se puede incluir en las sociedades contemporáneas, en este lugar se encuentra una parte excluida que no puede ser incluida en la sociedad, es decir, la sin parte no dialectizable. Balibar (2005) explica que este tipo de violencia apela a identidades (imaginarios mediados por procesos simbólicos y compromisos ambiguos) con el fin de crear situaciones violentas que van más allá de la mera comprensión dual: no ser nadie o ser absolutamente alguien. Retomando esa zona gris del Estado de excepción y las fronteras de sentido, el filósofo nota que se produce no solo un afuera que es susceptible de incluirse, sino también un afuera radical que se traduce en una alteridad que también es radical.

Para esclarecer esta noción de afuera radical o excluido no dialectizable me voy a servir de los casos de ejecuciones extrajudiciales. A finales de 2007, 16 jóvenes de Soacha en Cundinamarca fueron reportados como desaparecidos, un año después la Segunda División del Ejército Nacional presentó 16 aparentes terroristas muertos en combate (El Espectador, 2008); esta fue la noticia que dio a conocer las ejecuciones extrajudiciales como falsos positivos ante los colombianos.

Si bien, las ejecuciones extrajudiciales en Colombia han sido sistemáticas desde la lucha bipartidista del siglo XIX; las ejecuciones extrajudiciales conocidas como falsos positivos entre 2002 y 2010 son la muestra de un marco jurídico que crea una sin parte que no puede integrarse a la sociedad. La PDSD presupone esta forma de exclusión radical frente al combatiente armado que no tiene otro destino que el de ser aniquilado. En esa medida, la guerra de exterminio en contra de los combatientes de los movimientos insurgentes es la muestra clara de cómo la violencia del Estado de excepción produjo un afuera radical. De acuerdo con esta perspectiva, los militares, con el objetivo de obtener ciertos beneficios, buscaron en la sociedad una parte equivalente a la del guerrillero. Tal como lo menciona Bonilla (2017) esta política determinó la marginalidad como un criterio de la población seleccionada

Como marginales, como desarraigados, como nómadas, como personas que se alejaron de los grandes centros urbanos, como habitantes de la calle, delincuentes menores, personas con discapacidad, se convirtió en un criterio para seleccionar a estas personas y convertirlas en víctimas, ejecutándolos extrajudicialmente. (p.89)

Cada comunicado enviado bajo el marco de la PDSD no solo motivó y premió las formas de conseguir reconocimiento, dinero o descansos dentro de las Fuerzas Armadas, sino que, a través del discurso se entrecruzaron dos tipos de población no dialectizable: el guerrillero muerto y el marginal. Para efecto doble, estas formas de crueldad preservaron las jerarquías sociales que mantienen a las periferias o a los marginados dentro de los privilegios, aparentemente, de ser contados por el derecho; de ahí que, Bonilla (2017) explique que los criterios de la marginalidad conservan de las jerarquías sociales:

La marginalidad fue un criterio para ser usado por la Fuerza Pública, en una estrategia que además incluía el despliegue del aparato estatal para crear una red de informantes y reclutadores de futuras víctimas. Pero no es solo la marginalidad, es la estructura social que facilitó esta práctica violencia. (p.89).

Se trata, entonces, de una exclusión radical de esa parte no dialectizable conocida como crueldad. Esta es una violencia que tiene como criterio la construcción de identidades mientras va generando nuevas situaciones de violencia bajo su propia dialéctica espiritual, además se vale de creencias e imaginarios colectivos que reafirman las identidades individuales al repudiar al otro como diferente, y que se encuentra por fuera o en los límites del orden jurídico. Así la violencia más extrema “debe ser no sólo violento, impetuoso, brutal, sino también «cruel» (o «feroz», «sádico»), es decir, por qué debe tomar de sí mismo y procurar a quienes lo ejercen un efecto de «goce»” (Balibar, 2005, p.109)[9], como se distinguirá más adelante en los falsos positivos.     

Es imperativo comprender la relevancia de la contraviolencia preventiva para rastrear la manifestación de la crueldad. En principio, “el Estado se constituye adquiriendo (…) la «facultad (puissance) de definir»” (Balibar, 2005, p.112) y anticipa los riesgos al fijar la estrategia del Estado para eludir posibles violencias que, a su juicio, son el mayor peligro para el orden jurídico. Ante esto, lo verdaderamente brutal es la interiorización de la norma a partir de la intervención preventiva del Estado, pues recordemos que la norma en su facultad de normalizar y construir la realidad puede confundir las formas más crueles de violencia haciéndolas pasar como hechos naturales e inevitables. 

El esquema de la PDSD se remitió a un arquetipo mítico, es decir a “un modelo trascendental que siempre contiene ya el relato del antagonismo eterno entre Bien y Mal, orden y desorden, justicia y violencia, etc., y de sus episodios recurrentes” (Balibar, 2005, p.112) para legitimar su violencia. Por eso, la PDSD se anticipó y definió al enemigo radical de los colombianos, antes comunistas y hoy terroristas, valiéndose de la violencia legal y represiva en defensa del orden y la seguridad mientras los proyectaba como la causa máxima de la violencia en Colombia.    

Con la desmovilización individual, la PDSD, más allá de reinsertar ciertos perfiles a la vida civil, determina que lo dialectizable es el guerrillero individual, mientras, lo no dialectizable es el combatiente que pertenece a una “comunidad de terroristas” (aquellos que se hacen matar por sus ideales). El Estado entiende la masa como “un proyecto de hegemonía, con la constitución de una ideología «total», cuando no totalitaria” (Balibar, 2005, p.45). Por eso, el terrorista es aquel que carece de conciencia individual en tanto que se reconoce bajo una comunidad, la cual fue interpretada por el entonces presidente como un grupo de terroristas radicales presurosos de violentar la sociedad. De ahí que, para la violencia estructural sea conveniente la división jerárquica y antagónica de las identidades sin importarle, como dice Balibar (2005), la ‘idealización del odio’; en cambio, para la crueldad resulta necesario idealizar el odio para que exista esa sin parte que no puede incluirse. 

Ahora bien, la apertura a un escenario de aniquilamiento de los individuos es, sin duda, la característica más sangrienta de la crueldad. El exterminio se presenta como una forma aparente de violencia espiritual, idealizada o no violenta que intenta integrar a los sin parte no dialectizables al reconfigurar su identidad, todo ello al tener en cuenta que la implementación del derecho y “todo proceso de instrucción elemental (...) consiste no sólo en una normalización de los sujetos, sino en una confección de su individualidad de modo que es portadora de los valores, los ideales de la sociedad.” (Balibar, 2005, p.114).

Entre 2002 y 2010 el terrorista al ser la sin parte no dialectizable de la sociedad colombiana solo contaba para el Estado si estaba muerto o capturado, de modo que se reconfiguraba a través de estas dos definiciones su identidad. Por tanto, “la deconstrucción de una individualidad existente y la construcción de una nueva” (Balibar, 2005, p.114) les dio a los terroristas una nueva individualidad que les permitía ser parte del Estado y así la institución militar dejó ver su crueldad: muertos producían mayor goce que capturados. 

 Los comandantes medían el éxito en función de las bajas en combate informadas, (...) organizaron competencias entre unidades militares para determinar cuál reportaba mayor cantidad de muertes en combate e incluso indicaban a subordinados cuotas mínimas de bajas que debían cumplir. (HRW, 2015, p.31)

En este sentido, la crueldad resulta ser fetichista y emblemática porque “en todo proceso de simbolización de las fuerzas materiales y de los intereses en la historia (...) siempre debe existir un resto inconvertible” (Balibar, 2005, p.110). Es decir, no dialectizable que, a juicio de este autor, es el residuo, inservible, desechable y sin sentido que despierta anhelo por el exterminio de todo aquello que perturbe el orden. En relación con la nueva identidad del hombre desechable, la muerte cargada de placer muestra cómo las Fuerzas Militares dan nacimiento a una forma de crueldad temporalizada, sistematizada y calculada en función a las muertes presentadas oficialmente como bajas en combate[10]

Por lo anterior, se infiere que el sistema de incentivos es crueldad. Principalmente, porque desencadenó múltiples formas de crueldad que mutaban según el reconocimiento o criterio de la autoridad. De modo que, para hacer pasar un terrorista como muerto, se buscó a un sin parte que valiera o importara lo mismo que este para, en esa lógica, poder presentarlo como terrorista. Pero ¿quién está al mismo nivel de un hombre desechable? Teniendo en cuenta que: “el hombre desechable es, ciertamente, un fenómeno social, pero que se muestra como casi «natural», o como la manifestación de una violencia en la cual los límites de lo que es humano y de lo que es natural tienden siempre a enmarañarse” (Balibar, 2005, p.117). Como lo mencionó Bonilla (2017), se infiere que, a juicio del soldado, la sin parte que puede pasar como terrorista muerto es el marginado muerto. Por tanto, la figura del marginado es una forma de crueldad sin rostro producto de las estructuras sociales y económicas. Aquel hombre desprovisto de utilidad y, por tanto, de una identidad despierta en el orden moderno y civilizado el deseo de aniquilar lo que a su interés no puede incorporar, es decir, el residuo de la sociedad.

Por ejemplo, la limpieza social materializada como práctica de violencia, de la violencia más deseada, obedece a intereses étnicos, políticos y sociales cuando se justifican e interpretan los asesinatos y las masacres como “un favor” o servicio prestado a la comunidad, en tanto que recobran el orden al deshacerse de raíz de personas con identidad social definida como “víctimas de la estigmatización, del señalamiento de ser ‘peligrosas’, de ser ladrones, de consumir drogas” (Bonilla, 2017, p.41). En este orden de ideas, la muerte selectiva de los falsos positivos es una crueldad, si se quiere, de carácter social porque las víctimas fueron sacadas de sus regiones y escogidas de manera selectiva para ser asesinadas en campos de batalla ficticios (Benavides y Rojas, 2017).

De igual manera, los individuos excluidos de la actividad económica que se mantienen en el límite del mercado, aquellos pobres repudiados desde la forma clásica de explotación hasta las modalidades de las sociedades postindustriales son para el orden liberal la parte desechable. Como lo advierte Balibar (2005): 

La economía capitalista no descansa sobre la mera explotación, sino sobre la sobreexplotación, (…) pues la destrucción de las actividades tradicionales combinada con el dominio de potencias financieras mundiales y de sus clientelas locales lleva a lo que, con una expresión extremadamente violenta en sí misma, en producción del hombre desechable (...) a condición de que un cordón sanitario eficaz pueda ser alzado en torno a los continentes perdidos. (p.115)

No es coincidencia que los departamentos con más ejecuciones extrajudiciales: Antioquia (936) y Meta (251)[11], sean las regiones con mayores actividades económicas ligadas a lógicas de desarrollo y concentración de la tierra. Se dice que estos departamentos reúnen “los municipios con mayor presencia del desplazamiento forzado y con un elevado número de casos de ejecuciones arbitrarias perpetrados por miembros de la Fuerza Pública (CCEEU, 2013, p.82). Así que, se dieron formas de crueldad donde campesinos sin tierra[12] engordaron la cifra de las ejecuciones extrajudiciales, la mayoría hombres. Según CCEEU (2013) fueron asesinados mayoritariamente campesinos (47,3 %) indígenas (10,2 %) y líderes campesinos (5,5 %). Paralelamente, el cordón de pobreza en las zonas urbanas impuso los criterios de los que merecían morir:

 Marginados sociales, nómadas, personas en situación de discapacidad, habitantes de la calle, desempleados, campesinos, personas en situación de pobreza, ‘pequeños delincuentes’, trabajadoras sexuales. Las víctimas de los ‘falsos positivos’ eran personas con una alta vulnerabilidad económica y social, como se ha planteado por diversas organizaciones e informes referenciados. (Bonilla, 2017, p.80)

Se conoce que los sectores populares de los centros urbanos fueron zonas donde miembros de la fuerza pública impusieron el ordenamiento jurídico “cuando se eligen personas indigentes, reclusos, discapacitados, entre otros.” (Bonilla, 2017, p.90). El caso de Soacha de jóvenes que en su mayoría eran desempleados, la olla cercana al terminal de Tunja, las caminatas a altas horas de la noche y las promesas de trabajo en casi todos los departamentos son muestra de ello. 

Conclusión

La violencia que atraviesa los falsos positivos no se puede entender como única y general, más bien se trata de unas formas de violencia que usa el derecho para consolidarse mediante un ordenamiento jurídico compuesto por la violencia estructural, la violencia mítica (Estado de excepción en sentido amplio y restringido) y la crueldad.

Entendido que la crueldad como la violencia más extrema, rapaz, emblemática y sangrienta es el goce que produce la muerte de aquellos que no se pueden incluir al ordenamiento jurídico, esta se representa en el sistema de incentivos donde el terrorista junto al marginado, ambos muertos son, por un lado, el desecho de una política de gobierno y, por otro, la violencia de una estructura social y económica. Tanto así que, al implementar el derecho en el sistema de incentivos, el terrorista y el marginal producían el mismo goce de ser asesinados. Por tanto, aquel hombre improductivo y marginado es una forma de crueldad sin rostro que representa una violencia más grande propia de las estructuras sociales y económicas. Esto explica que la limpieza social materializada en los sectores populares de los centros urbanos, y los excluidos, desplazados y despojados de las zonas rurales hayan sido la población mayoritariamente asesinada bajo la modalidad de ejecuciones extrajudiciales.

La presente exposición sirve para comprender un fenómeno en el que confluyen varias formas de violencia de una manera entremezclada a partir de un esquema teórico-analítico de las ejecuciones extrajudiciales en el marco de la PDSD. No obstante, esta investigación queda abierta a más preguntas que anticipan la existencia de la violencia como fuerza irreductible, pues queda el interrogante sobre ¿cómo luchar en contra de la crueldad sabiendo que no se puede combatir en contra de la violencia como tal?, ¿acaso podemos ser no crueles sabiendo que no podemos ser no violentos?, ¿es posible pensar una relación menos vehemente entre violencia y derecho y hablar de paz en este mismo sentido?, y para finalizar, ¿existe alguna alternativa que contrarreste la violencia propia del Estado?

Referencias

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*Artículo de investigación científica.

** Politóloga de la Pontificia Universidad Javeriana. Miembro del semillero de investigación de Teorías Políticas Críticas, Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales, Pontificia Universidad Javeriana. Correo de contacto: bahamon.v@javeriana.edu.co   

[1] Gómez Cárdenas (s.f). Se denomina falsos positivos (ejecuciones extrajudiciales) a las operaciones militares que entregan como resultado bajas de supuestos guerrilleros o paramilitares muertos en combate. Falsos en la medida en que las bajas no son personas que hacen parte de algún grupo al margen de la ley sino que son campesinos, habitantes de la calle, trabajadores informales, entre otros. Y positivos ya que ésta es la terminología que utiliza las Fuerzas Armadas de Colombia para referirse a un éxito operacional” (Benavides y Rojas, 2017, p.69).

[2] Se entiende por finanzas ilícitas: “una serie de actividades criminales que van más allá del narcotráfico y alimentan el terrorismo de igual manera: el secuestro, la extorsión, el contrabando o el robo de hidrocarburos” (Min Defensa, 2003, p.28).

[3] “La autoridad no ejerce la guerra y no renuncia al diálogo. La autoridad del Estado protege a los ciudadanos, disuade a los violentos y siempre crea condiciones para la paz. (...) Estoy convencido que los violentos no negocian sino con gobiernos firmes dispuestos a derrotarlos”.  (Espinosa, 2017, p.45).

[4] “Nuestro concepto de seguridad democrática demanda aplicarnos a buscar la protección eficaz de los ciudadanos (...) Apoyaré con afecto a las Fuerzas Armadas de la Nación y estimularemos que millones de ciudadanos concurran a asistirlas. (...) No aceptamos la violencia para combatir el Gobierno ni para defenderlo. Ambas son terrorismo”. (El Tiempo, 8 de agosto de 2002).

[5] Las identidades son profundizadas desde el concepto de Balibar (2005) en el siguiente apartado.

[6]HRW (2015) intuye que: “cuanto mayor es la cantidad de delitos y más parecen haber respondido a un plan y a un método, más difícil resulta creer que los superiores no tenían conocimiento de ellos (...) los comandantes de batallones y brigadas tomaron conocimiento de la supuesta muerte en combate, y tuvieron oportunidad de detectar que se trató en verdad de una ejecución” (p.7).

[7] Por ejemplo, Sandra Suárez, política y miembro de partido durante el gobierno de Álvaro Uribe, declaró que “cuando empezó la crisis en el Caguán y el Presidente Pastrana citó a los candidatos al Palacio de Nariño y Uribe no quiso ir, porque él nunca estuvo de acuerdo con esa zona de despeje y como se estaba manejando ese proceso, mientras que los otros candidatos si llegaron a esa convocatoria (...) Uribe fue muy claro, contundente y categórico en todas sus intervenciones y desde el principio, o sea, tuvo mucha coherencia en decir: ni estoy de acuerdo, ni creo que eso es bueno para el país y no me parece que eso sea positivo.” (Suárez como se citó en Daza, 2010, p.27), muestra que no es gratuita la posición de rechazo al diálogo, esta vez entendida como la desgracia total.

[8] El decreto 2767/04 estipula que: “las personas desmovilizadas bajo el marco de acuerdos con las organizaciones armadas al margen de la ley o en forma individual podrán beneficiarse, en la medida que lo permita su situación jurídica, de los programas de reincorporación (...) el Gobierno Nacional puede facilitar a los desmovilizados mecanismos que les brinden una oportunidad para incorporarse a un proyecto de vida de manera segura y digna”.

[9] Comillas angulares en el original. Igual para las citas referenciadas de aquí en adelante.

[10] Según Vivanco (2018), algunos comandantes comparaban las bajas de ese momento con las reportadas en años anteriores. Por ejemplo, la firma del entonces comandante de la Séptima División, General Luis Roberto Pico Hernández, menciona que el Batallón de Infantería No. 32 de la Cuarta Brigada presentó una reducción de “17 muertos en combate” en comparación con el año anterior.

[11] Lo datos fueron tomados de una muestra de 1.176 casos (CCEEU, 2013, p.76).

[12] El Centro Nacional de Memoria Histórica encuentra que se da un aumento desbordado de 3’087.173 personas desplazadas entre 1997 y 2004, tanto así que: “el primer mandato de Uribe Vélez aumentó la acción paramilitar para controlar territorios, creció la operación de las Fuerzas Armadas contra las guerrillas y estas se replegaron de algunos territorios y también agravaron las condiciones de control poblacional, como el reclutamiento de jóvenes y la sanción a los informantes del Estado (...) la contribución de las operaciones militares al desplazamiento, como efecto de bombardeos y fumigación de cultivos ilícitos” (CNMH, 2018, p.94).